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EDITORIAL

Intervencionismo asfixiante, también en patios y teatros

La libertad que la inmersión lingüística o la ley antifumadores cercenan no se recuperaría porque dichas normativas concedieran, a modo de excepción, permisos en el reducido ámbito de un patio escolar o en el de un escenario teatral.

La Generalidad catalana amenaza con multar a los responsables del musical Hair que se representa en un teatro de Barcelona por incumplir la Ley Antitabaco. Un colegio en Sitges ha puesto una señal en rojo en el expediente de un niño por no hablar en catalán en el patio durante el recreo. Estas son sólo dos recientes muestras de a qué delirantes extremos puede llegar el poder público en su liberticida obsesión por inmiscuirse en todos los ámbitos de la vida de los ciudadanos.

Si en el segundo caso esos extremos alcanzan la crueldad con un niño (que ha tenido que preguntar a su madre qué es lo que había hecho mal), en el primero, los políticos tratan a los adultos como a niños que estuvieran expuestos a peligros que, por sí solos, no pudiesen evitar. El director del musical ha tenido que explicar que lo que fuman los actores en el momento de interpretar a los hippies de los años 60 no es tabaco, sino una mezcla de maria luisa, albahaca y hojas de nogal. A pesar de esta explicación, que ya debería resultar innecesaria en una sociedad libre y adulta, el estúpido y liberticida fundamentalismo de la ministra de Sanidad, Leire Pajín, no ha cedido un ápice: "Igual que en teatro los crímenes no son reales, que simulen que fuman".

Con todo, criticar estos delirantes extremos a los que llega el intervencionismo público sólo conlleva un riesgo: el pensar que, sin ellos, normativas como la que impone el catalán como una única lengua vehicular en Cataluña, o como la que prohíbe fumar en cualquier establecimiento privado abierto al público, sí podrían llegar a ser consideradas equilibradas o razonables. La libertad que ambas cercenan no se recuperaría porque dichas normativas concedieran, a modo de excepción, permisos en el reducido ámbito de un patio escolar o en el de un escenario teatral.

Se preguntaba hace dos siglos G.H. von Berg "¿cómo fijar limites concretos al poder supremo si se le asigna como objetivo una felicidad universal vagamente definida, cuya interpretación se confía al juicio de ese mismo poder? ¿Han de ser los gobernantes padres del pueblo, aun asumiendo el grave riesgo de que se conviertan también en sus déspotas?".

Este paternalista o represor intervencionismo estatal ha terminado siendo, efectivamente, despótico, desde el mismo momento en que el poder público no ya sólo se arroga competencias en la felicidad de los ciudadanos, sino que también pretende "normalizar" sus usos lingüisticos, preservar su salud, dictaminar su sensibilidad ante determinados espectáculos o legislar su memoria histórica. No hay que extrañarse de que la gente termine así viendo en la "ley", no la salvaguarda de su libertad, sino su principal foco de agresión.

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