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EDITORIAL

Caso 'Open Arms': todos mal

La inmigración ilegal requiere políticas mucho más serias que las pergeñadas por Sánchez y su tropa de oportunistas estomagantes.

Prácticamente todo lo que rodea al Open Arms y lo que está ocurriendo en esta nueva irrupción del barco en la actualidad informativa resulta escandaloso, como escandalosa es la actitud que están exhibiendo –nunca mejor dicho– todas las partes implicadas. Empezando por el Gobierno español, que va de bandazo en bandazo y no deja de hacer el ridículo en un tema tan sensible y complicado como el de la inmigración ilegal, que requiere políticas mucho más serias que las pergeñadas por Sánchez y su tropa de oportunistas estomagantes.

Primero fue el sí al Aquarius; luego el no al Open Arms –un no que distintos ministros han explicado con las más variadas razones en las últimas semanas–; y finalmente un sí a este último barco dictado no por razones humanitarias sino por el desgaste en términos de opinión pública que el asunto podía acarrear a un Gobierno que está en funciones… electoralistas.

Por descontado, todo esto no quiere decir que la hipersubvencionada ONG (sic) propietaria del Open Arms no esté teniendo un comportamiento igual o más reprobable. Bastante cuestionable es ya la labor que desarrolla a escasa distancia de la costa africana y con una más que sospechosa coincidencia de intereses con las mafias que se lucran con el tráfico de personas, algo que debería llevarle a replantearse su posición incluso aunque su interés fuera tan humanitario como pregona. Los hechos, por cierto, demuestran que hay otros factores en juego.

Según ha declarado la vicepresidenta del Gobierno, Carmen Calvo, al Open Arms se le ofreció en su momento desembarcar a los inmigrantes en Malta, pero se negó. Antes, los cuestionados rescatadores ni siquiera se plantearon buscar refugio en Túnez, que era sin duda el puerto seguro más cercano; y ahora tampoco aceptan la oferta de desembarcar en España.

Todo parece indicar que hay razones no precisamente humanitarias en lo de desembarcar a los inmigrantes en Italia. Se trata de una obcecación que tiene toda la impresión de formar parte de una maniobra política especialmente repugnante cuando se tiene en cuenta que se juega con la vida de personas extremadamente vulnerables.

Por último, tampoco Salvini está resultando ejemplar en la gestión de la crisis: incluso aunque en su posición de partida pueda tener razón –es obvio que Italia no puede acoger a todos los inmigrantes que llegan a sus costas, y que en una UE con libre circulación de personas y mercancías las fronteras son una cuestión comunitaria tanto o más que nacional–, sus modos matonescos y la forma en que pasa de un evidente drama humano no son de recibo y también parecen parte de una campaña política. Y eso es lo último que debería decidir la gestión de un problema tan complejo, de difícil solución y que va a ser central en la política europea de los próximos años.

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