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EDITORIAL

De la insignificancia en Egipto a la rendición en Marruecos

Los elogios de la ministra hacia Marruecos, que no por repetitivos son menos irritantes, nos colocan, de nuevo, en el lado de la insignificancia internacional, aunque en este caso de la insignificancia rastrera.

El papel que el Gobierno español está desempeñando en los sucesos del norte de África ha pasado de la insignificancia al ridículo. Al principio, cuando estalló la revuelta en Túnez, ni Zapatero ni la ministra de Exteriores se pronunciaron al respecto por no se sabe bien qué cortesía diplomática que ninguno de nuestros aliados europeos observaron. Túnez, un país cercano a España y al que estamos unidos por grandes vínculos comerciales, desapareció de la agenda ministerial. Ni una palabra de censura al depuesto de Ben Alí, ni un simple comentario sobre la situación creada tras la insurrección popular, ni, por descontado, un solo minuto para preocuparse por las inversiones millonarias que empresas españolas del sector turístico han efectuado en Túnez a lo largo de la última década.

Algo similar ha ocurrido con Egipto durante la semana de furia que vive el país del Nilo. El Gobierno no ha barajado siquiera la posibilidad de repatriar la colonia española como sí están haciendo sus homólogos occidentales. Respecto a la más que probable caída de Mubarak y el inquietante panorama que se abriría después, la ministra de Exteriores no ha dicho nada, posiblemente por temor a no predisponerse contra nadie en un escenario geopolítico que le es tan desconocido como la cara oculta de la Luna. La ministra arguye en su defensa que no quiere "interferir" en procesos internos de terceros países. Una excusa sin fundamento; visto el cariz que han tomado esos mismos procesos, la situación va a terminar afectando a España por su cercanía geográfica y por los lazos que mantiene con la región desde hace décadas.

Todo parece indicar, sin embargo, que los motines en Túnez y Egipto no son más que la antesala de lo que ha de venir. El mundo árabe se encuentra ante una crisis de la que podría salir peor de lo que está. Nuestro Gobierno, cuya única política exterior en siete años se ha limitado a amistar con dictaduras bananeras bajo el paraguas de la ya olvidada "alianza de civilizaciones", oscila entre la indiferencia por lo que pasa en el llamado "Gran Oriente Medio" y la preocupación extrema por blindar al régimen marroquí de cualquier crítica.

El hecho es que Marruecos –como Argelia, Jordania o Siria– se encuentra en primera línea de desestabilización. Cumple, uno por uno, con todos los requisitos para ser pasto de un levantamiento popular como el que ha incendiado las calles de Túnez y El Cairo. Padece un régimen político dictatorial tan malo o peor que los de Mubarak y Ben Alí. Los marroquíes malviven con una de las rentas por habitante más bajas del Magreb, lo que les obliga a emigrar en busca de oportunidades a los países de la Unión Europea, entre ellos y preferentemente el nuestro. Gran parte de su economía –poco productiva y muy regulada– permanece en manos de la familia real y de su camarilla de adictos. La corrupción, por último, es omnipresente, empapa todos los ámbitos de la vida política y sus protagonistas suelen pertenecer a la casta privilegiada por la monarquía semiabsoluta que gobierna el país.

Pero Trinidad Jiménez no quiere ver nada de eso e insiste en una "apertura" democrática que está muy lejos de verificarse. Los elogios de la ministra hacia Marruecos, que no por repetitivos son menos irritantes, nos colocan, de nuevo, en el lado de la insignificancia internacional, aunque en este caso de la insignificancia rastrera. Por enésima ocasión, Zapatero, fiel al espíritu de su partido y a su propia agenda exterior, confirma la entrega sin condiciones a la dictadura marroquí, un lamentable régimen al que no tenemos nada que agradecerle y sí, en cambio, demasiadas cosas que demandarle.

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