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EDITORIAL

Derrota del populismo en Argentina

Por el bien de su país, Cristina Fernández debería abandonar las políticas fracasadas de sus predecesores y caminar por la senda del respeto a la propiedad privada y la reducción de trabas al sector privado que tan buenos resultados ha dado en Chile.

Buena parte de los avances históricos de la libertad en Occidente han sido fruto de revueltas contra los impuestos. Desde la Carta Magna inglesa de 1215, que restringía los poderes del rey, al motín del té de Boston, mecha de la que prendería la Guerra de la Independencia de Estados Unidos, los abusos fiscales de los gobernantes han provocado con frecuencia grandes cambios institucionales.

Así, el brutal aumento fiscal impuesto por decreto sobre las exportaciones de soja, trigo, maíz y girasol  provocó la resurrección de las organizaciones del campo argentino, que se movilizó durante cuatro meses logrando el apoyo de la población. Los Kirchner se emplearon a fondo para lograr hacerse aprobar este aumento injustificado de los impuestos sobre la principal industria argentina, prometiendo toda clase de prebendas y obras públicas a los legisladores y utilizando a los piqueteros para amedrentar a quienes protestaban por el decreto, pero finalmente se vieron derrotados por el voto contrario de su propio vicepresidente, procedente de las filas del Partido Radical.

Tampoco hay que echar las campanas al vuelo y pensar que este vaya a ser un punto de inflexión que marque el principio del fin del populismo, por más que sí pueda suponer el comienzo del ocaso del matrimonio Kirchner. Perón no sólo enterró la prosperidad argentina en un profundo agujero, no sólo destruyó las instituciones básicas que hacen posible una sociedad libre, sino que popularizó una mentalidad que hace muy difícil un cambio de rumbo.

Quizá por eso, por ser Argentina tierra fértil para el populismo, los Kirchner pensaron que bastaría con emplear la retórica habitual para ganarse a la gente. De acuerdo con ella, los gobernantes comprometidos con la justicia social y la justa redistribución de la riqueza llevaban a cabo una lucha desigual contra la oligarquía rural, enemiga de la democracia y los derechos humanos, a la que se acusó de querer matar de hambre a los argentinos vendiendo su producción en el extranjero en lugar de hacerlo localmente.

Pero lo cierto es que, por ejemplo, la producción actual de maíz o trigo triplica el consumo interno. Los altos precios de los alimentos, fruto tanto de un aumento de la demanda mundial como de lo controlado que está el sector primario por los gobiernos de todo el mundo, ofrece grandes oportunidades a países exportadores como Argentina, que tendrán mejores posibilidades de desarrollarse gracias a esas rentas aumentadas. Sin embargo, su Gobierno, fiel a las consignas socialistas, reaccionó intentando matar a la gallina de los huevos de oro. Es de agradecer que en esta ocasión no lo haya conseguido.

Pero no hay que echar las campanas al vuelo. No hay que descartar que los peronistas terminen haciendo lo que sea necesario con tal de que este impuesto a las exportaciones salga adelante. Ya ha anunciado su jefe de gabinete que quizá se intente de nuevo "más adelante". Por el bien de su país, Cristina Fernández debería abandonar las políticas fracasadas de sus predecesores y caminar por la senda del respeto a la propiedad privada y la reducción de trabas al sector privado que tan buenos resultados ha dado en tantos países, empezando por su vecino Chile. Pero no suele ser el bien de Argentina lo que más preocupa a los peronistas.

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