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EDITORIAL

Diez años del chivatazo del Faisán y cinco de la legalización de Bildu

El chivatazo a ETA no es agua pasada, sino una persistente ofensa a la memoria, a la dignidad y a la justicia que merecen las victimas del terrorismo.

Este jueves se cumplen diez años de uno de los capítulos más infames del deplorable proceso de negociación política mantenido por el Gobierno de España con la organización terrorista ETA: el chivatazo policial perpetrado en el bar Faisán de Irún el 4 de mayo de 2006.

Aquel día el jefe superior de policía en el País Vasco, Enrique Pamiés, y el inspector José María Ballestero alertaron a los recaudadores del mal llamado impuesto revolucionario de que iban a ser detenidos, gracias a lo cual, además de frustrarse las detenciones previstas, se arruinaron varios años de investigación y se permitió a la organización terrorista "ocultar datos esenciales sobre la estructura, composición y operativa" de su red de extorsión, tal y como claramente señaló el informe final de conclusiones que el juez instructor del caso, Pablo Ruz, encargó al equipo policial que había llevado a cabo la investigación.

Ni que decir tiene que en cualquier país respetuoso con su Estado de Derecho un hecho de tal envergadura se hubiera saldado con una profunda investigación destinada a averiguar quién dio la orden de perpetrar semejante delito de colaboración con banda armada, lo que hubiera hecho caer al Gobierno. Pero en España no se hizo indagación judicial alguna sobre cuál pudiera ser el grado de implicación de los superiores de Ballesteros y Pamiés en los hechos, al tiempo que se condenó a estos únicamente por un delito de revelación de secretos, castigados únicamente con una pena de un año y medio de cárcel, lo que les evitó el ingreso en prisión.

Por infame que resulte el caso y, sobre todo, la forma con que se le dio carpetazo, hay que entender que todo ello encontraba perfecto acomodo en la perversa lógica de una negociación entre los representantes del Estado y los dirigentes de una banda terrorista que se llevaba al margen y, en buena medida, en contra del Estado de Derecho, y que, como tal, conllevaba dejar en suspenso el imperativo legal de perseguir delitos y apresar a sus autores, así como hacer ofertas de impunidad y de participación política a todos aquellos criminales que habían perseguido sus objetivos políticos mediante la extorsión y el derramamiento de sangre.

El caso Faisán fue una infamia, pero no mayor que la que perpetraría poco después el entonces emisario del Gobierno de Zapatero –y posteriormente vocal del CGPJ Manuel Gómez Benitez al poner en valor ante los dirigentes de ETA la comisión de ese chivatazo como gesto de buena voluntad y como muestra de la disposición del Gobierno de querer proseguir sus envilecidas negociaciones. ¿Y qué decir del compromiso adquirido por este y otros emisarios del Gobierno ante la ETA de hacer todo lo posible por derogar o dejar en papel mojado la llamada Doctrina Parot?

Lo del Faisán fue, sin duda, un delito de omisión del deber de perseguir delitos y a sus responsables, tipificado en el artículo 408 del supuestamente vigente Código Penal. Pero no mayor que el cometido por el mismísimo presidente del Gobierno de entonces, José Luis Rodríguez Zapatero, quien, en lugar de dar orden de detención contra Josu Ternera, le hacía llegar mensajes a través de Jesús Eguiguren, tal y como confesó el propio presidente del PSE. ¿Y qué decir de la infame sentencia, de la que hoy se cumplen cinco años, contraria a Derecho y a otra del Supremo, por la que el Tribunal Constitucional legalizó Bildu y permitió a ETA celebrar públicamente el haber ganado "la batalla de la ilegalización"?

La paz sucia derivada de episodios como el del bar Faisán no supone evidentemente la victoria de la ETA, pero menos aún la victoria del Estado de Derecho. Es cierto que los etarras ya no matan ni han logrado su objetivo de una Euskal Herria socialista e independiente. Pero no es menos cierto que quedan muchos etarras por detener, que muchos más han sido injustamente excarcelados, que la organización terrorista no se ha disuelto y mantiene sus brazos políticos en las instituciones.

Para la clase política y la mayor parte de los medios de comunicación, que tan acomodados parecen estar a esta paz envilecida, rememorar todos estos hechos será como evocar agua pasada que no mueve molino. Sin embargo, no es agua pasada sino agua estancada y podrida que sigue dejando en papel mojado la supuestamente vigente Ley de Partidos, que permite a personas como Arnaldo Otegi ocupar las instituciones, cuando no regirlas; que mantiene en libertad a criminales supuestamente en búsqueda y captura, como De Juana Chaos o Josu Ternera, y numerosos crímenes de ETA sin esclarecer. Todo ello no es agua pasada sino una persistente ofensa a la memoria, a la dignidad y a la justicia que merecen las víctimas del terrorismo. A esa desmemoria, a esa indignidad y a esa injusticia, Libertad Digital no se sumará jamás.

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