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EDITORIAL

El castellano, lengua de todos

El castellano no corre peligro, es más, goza de una salud envidiable con 450 millones de hablantes en cuatro continentes. Los que sufren la tiranía son los que quieren hablarlo y transmitírselo a sus hijos en ciertas regiones de España.

Cuando hace dos décadas saltaron las primeras voces de denuncia sobre los excesos lingüísticos que los nacionalistas catalanes y vascos estaban perpetrando en sus respectivas autonomías, se acusó a los mensajeros de falso alarmismo y de servir a la extrema derecha o a oscuros intereses. Se decía entonces que el castellano estaba desapareciendo de la escuela, que, desde los poderes públicos, se favorecía de un modo descarado e injustificado a sólo una de las lenguas cooficiales en estas regiones y que, gracias a la colaboración o inacción de los dos principales partidos de ámbito nacional, el problema y las injusticias iban a ir a más.

Así ha sido, y no sólo en Cataluña y País Vasco. Galicia y las Islas Baleares se han sumado entusiastas al linchamiento público de la lengua común arrinconando y conculcando los derechos de los que pretenden hablarla y escribirla. La lengua vernácula, que ha funcionado como excusa perfecta para cometer todo tipo de tropelías en nombre de la tribu durante 30 años, es la piedra filosofal sobre la que se asienta el discurso nacionalista. De ahí que en ciertas regiones se estén resucitando lenguas minoritarias que habían caído en desuso.

La peculiar cosmovisión del nacionalismo, basada en un rancio colectivismo sentimental donde el individuo poco importa, no entiende que las lenguas en sí no son sujetos de derechos. Sí lo son, en cambio, sus hablantes. Porque el castellano no corre peligro, es más, goza de una salud envidiable con 450 millones de hablantes en cuatro continentes. Los que sufren la tiranía son los que quieren hablarlo y transmitírselo a sus hijos en ciertas regiones de España. Los españoles –y la Constitución es explicita en este apartado– tienen el derecho y el deber de conocer la lengua castellana o española. Por eso es inaceptable que una parte del Estado –y las autonomías lo son– impida a los españoles hablar, escribir o aprender la lengua de todos. Es algo tan evidente que sólo la perturbada lógica nacionalista retuerce hasta convertirlo en invisible.

Una causa que, hasta hace no mucho, era patrimonio de la sociedad civil, de muy pocos políticos y de algunos escritores e intelectuales de centro-derecha, ha permeado a esa parte de la izquierda pasada por el tamiz del liberalismo que se niega a rendirse ante el tótem lingüístico nacionalista. El manifiesto que un puñado de intelectuales, en su mayor parte izquierdistas, han hecho esta semana da fe de ello. Les espera un calvario de incomprensión, insultos y demagogia. Deberían tomar nota y prepararse para una batalla larga y difícil pero necesaria.

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