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EDITORIAL

El estatuto de la discordia

No es la coherencia ideológica lo que les guía en sus críticas a sus compañeros catalanes sino el espíritu de supervivencia y el deseo de mantener el coche oficial y la moqueta de cara a futuras elecciones.

El proceso desatado con la aprobación del estatuto de Cataluña ha estallado a la hora de hacer las cuentas y acordar el nuevo reparto de los dineros. La falta de acuerdo y las exigencias –con amenazas incluidas del propio Montilla– para fijar desde Cataluña un nuevo sistema de financiación han revivido el pulso que mantienen los socialistas catalanes con los del resto de España que, a la mínima, amagan con formar grupo propio en el Congreso y faltar a la disciplina de voto.

El PSC, animado por las promesas de Zapatero, jugó la carta del nacionalismo promoviendo un estatuto maximalista que modifica de hecho la Constitución y transforma el modelo autonómico en una suerte de confederación asimétrica donde el Gobierno catalán tiene capacidad de tratar con el español en pie de igualdad en lo que se ha bautizado como "bilateralidad".

Los desacuerdos presentes no son más que el resultado de los errores pasados que ya criticamos en esta tribuna en su momento y que no han hecho más que socavar la igualdad de todos los españoles creando privilegios colectivos que hoy se exigen como derechos irrenunciables. A la irresponsabilidad del gobierno al promover las reformas estatuarias hay que sumar la reciente publicación de las balanzas fiscales que no hace más que crear pretextos sobre los que los nacionalistas basan su victimismo.

Pero son ahora los socialistas de otras regiones españolas –desde Andalucía hasta Galicia pasando por Aragón– los que alzan sus voces contra un estatuto que nunca debería haber sido aprobado por las Cortes. Entonces, sus votos afirmativos en el Parlamento dieron luz verde a una reforma estatutaria que otorga privilegios a una región sobre las otras. No es, pues, la coherencia ideológica lo que les guía en sus críticas a sus compañeros catalanes sino el espíritu de supervivencia y el deseo de mantener el coche oficial y la moqueta de cara a futuras elecciones.

Entre tanto, el PP no se aclara. Alicia Sánchez Camacho, presidenta de los populares catalanes por deserción de los otros candidatos, se ha estrenado buscando una cuadratura del círculo que, más que difícil, se antoja imposible. En aras de una "posición común" con los firmantes del Pacto del Tinell –precedente del cordón sanitario– no ha dudado en asumir las premisas nacionalistas como propias renunciando a presentarse como alternativa. Tal es la ambición de poder que guía a la actual dirección de los populares que han decidido abandonar su labor de oposición para sumarse al cambio soñado por Zapatero que "va mucho más allá de una mera alternancia en el Gobierno".

Estos juegos de palabras han encontrado el amparo de Dolores de Cospedal que un alarde de creatividad conceptual ha manifestado que "una cuestión es el Estatut y otra muy distinta defender una posición común" obviando que no hay entendimiento posible con quienes quieren desalojarles de la vida pública ni que asumir un sistema de financiación en base al estatuto equivale a darlo por bueno.

De ser esta la nueva política que van a mantener los populares tras la renovación de cargos y estrategias, no es de extrañar que el nuevo rumbo capitaneado por Rajoy encontrase su primera víctima política en la figura de María San Gil. A partir de ahora, será más probable ver a los populares manifestándose exigiendo una "financiación justa" para Cataluña antes que recogiendo firmas para defender la lengua castellana.

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