La marca blanca de Podemos en Madrid prepara una batería de medidas, que entrarán en vigor las próximas semanas, con las que pretende endurecer notablemente las condiciones establecidas en la normativa municipal sobre contaminación por dióxido de nitrógeno.
Después de emprenderla contra el callejero, el equipo de Gobierno de la capital va a iniciar una cruzada contra los que necesitan utilizar el coche en su vida cotidiana. La nueva regulación permitirá al Ayuntamiento populista restringir el tráfico con medidas como la reducción de la velocidad en ciertos tramos o la prohibición de estacionar en determinadas zonas.
Los trastornos que estas decisiones pueden llegar a ocasionar a los madrileños no sólo se van a traducir en todo tipo de molestias; también tendrán su correlato económico, por la pérdida de horas de trabajo y el descenso de ventas en las zonas comerciales, ante los previsibles colapsos circulatorios que van generarse.
El radicalismo de los podemitas madrileños es resultado de una ideología caduca, incapaz de entender que las ciudades tienen que estar al servicio de las personas, y no al revés. Carmena y sus jóvenes colaboradores ultraizquierdistas la toman con los coches, que facilitan extraordinariamente la vida a los ciudadanos. Su presencia en las calles no es una amenaza para el planeta, sino un símbolo del progreso humano del que sus propietarios no tienen por qué prescindir.
Madrid no tiene un problema de contaminación que haga necesaria una intervención de los poderes públicos, mucho menos si es tan disparatada como la que quieren perpetrar los ultras de Carmena. Lejos de facilitar la vida a los ciudadanos, supondrá una losa añadida para los que pagan con su esfuerzo diario el sueldo de toda esta pandilla de soberbios desnortados.