La destitución de Cayetana Álvarez de Toledo es un hecho que da muchas claves sobre el estado de la política y los partidos en España. Las más importantes, al menos a corto y medio plazo, son las relativas al PP, que ya analizamos aquí ayer.
Pese a que la salida de Álvarez de Toledo está íntimamente relacionada con los miedos y los complejos de un PP incapaz de tener un discurso genuino, también refleja otros males de la política nacional, como el de la buscada incapacidad de los partidos para retener y premiar el talento, como queda clamorosamente de manifiesto en el ínfimo nivel de quienes suelen ocupar los puestos de mando y portavocía en los grupos parlamentarios, entre los cuales la defenestrada CAT estaba fuerísima de lugar.
Repárese en los casos de la ignara Adriana Lastra, el ominoso Pablo Echenique, el grotesco Gabriel Rufián y la niñata Marta Rosique, que apenas consigue enhebrar dos frases seguidas. En los aviesos macarras de Bildu y en sus semejantes podemarras. Macarena Olona, Edmundo Bal y Ana Oramas se cuentan entre las muy contadas excepciones a la norma bochornosa.
La falta de criterio, el oportunismo más rastrero y la servidumbre lacayuna imponen su ley. La manera en que están configurados los partidos españoles no sólo no premia la iniciativa, la valentía y la capacidad, sino que las castiga.
Esto ocurre justo cuando la sociedad más necesita de una clase política extraordinariamente preparada, para afrontar retos inauditos como la crisis del coronavirus, el colapso de la economía… y el golpismo que no cesa del separatismo impune con mando en plaza. Si, en algún momento desde la Transición, España ha necesitado líderes y no meros papagayos, es ahora. Por desgracia, la conjura de los necios, los envidiosos, los incapaces, los cobardes está sañudamente decidida a privarnos de ellos.