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EDITORIAL

La inaplazable reforma de las cajas

Ahora, cuando al Gobierno no le queda más remedio que reconocer la realidad, parece que puede comenzar a imperar la sensatez y la racionalidad que deberían haber guiado las actuaciones en este campo desde el primer momento.

Han pasado ya tres años desde que la burbuja inmobiliaria pinchó en nuestro país, colocando al sistema financiero, y en especial a muchas cajas de ahorro, en una situación delicada. Al fin y al cabo, tras más de un lustro de un alocado crecimiento del crédito, la exposición al sector del ladrillo de estas entidades llegó a representar el 70% de todos sus créditos; consecuente, pues, que al derrumbarse este sector se generara un agujero que afectó, de manera especial, a aquellas cajas más politizadas y peor gestionadas.

En estos momentos, la mayor incertidumbre que planea sobre nuestro país es la de la solvencia de muchas de estas entidades crediticias. Zapatero ganó las elecciones generales de 2008 negando la crisis y vendiendo que disfrutábamos del sistema financiero más sólido del mundo y, desde entonces, los adalides de la transparencia y de la regulación del sistema bancario no han hecho nada, más bien al contrario, por reestructurarlo y reconocer la realidad.

Tras la quiebra de Lehman Brothers, el Gobierno aprobó, forzado por los acontecimientos internacionales, el Fondo de Adquisición de Activos Financieros (posterior FROB) para, supuestamente, reforzar la solvencia de las cajas en peor situación. Pero poco se hizo para lograr que las entidades menos solventes fueran privatizadas y adquiridas por aquellos bancos y cajas en mejor situación, cubriendo el FROB los eventuales agujeros.

Ahora, cuando al Gobierno no le queda más remedio que reconocer la realidad, parece que puede comenzar a imperar la sensatez y la racionalidad que deberían haber guiado las actuaciones en este campo desde el primer momento. Así, parece ser que el Ejecutivo por fin se ha decidido a expulsar a los caciques regionales de los órganos de gobierno de las cajas en peor situación para, tras un período de saneamiento y recapitalización, proceder a privatizarlas.

Si este proceso se lleva a cabo con transparencia y profesionalidad –dos cualidades que, por desgracia, no abundan en este Ejecutivo, salvo que se le someta a la tutela de Bruselas–, el capítulo final de esta crisis económica podría permitirnos acometer una de las reformas que teníamos pendientes desde los comienzos de nuestra democracia. No tenía ningún sentido que en pleno siglo XXI más de la mitad del sistema financiero español estuviera en manos de políticos autonómicos y locales –especialmente en aquellos casos de cajas con un menor tamaño donde el contacto con las oligarquías y los intereses locales era más intenso– en lugar de en manos de accionistas privados que arriesgaran su propio dinero. De hecho, gran parte del agujero que soportan hoy muchas de estas entidades se debe al sometimiento de la lógica política a los intereses económicos: ahora, cuando su reestructuración ya resulta inaplazable por muchas redes clientelares que haya en juego, es cuando se nos abre la oportunidad de desvincular ambos mundos. No nos saldrá barato a los españoles, pero ciertamente tenemos pocas alternativas. Confiemos en que, ya que vamos a pagar los platos rotos, al menos podamos enmendar los errores del pasado.

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