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EDITORIAL

Lo peor de la sociedad catalana

De lo peor de la sociedad catalana no puede venir nada que contribuya a mejorar la situación en Cataluña y mucho menos en el conjunto de España.

Cuando parecía que no era posible un comportamiento más vil y rastrero que el de los empresarios catalanes que este miércoles se humillaron ante los políticos separatistas en ese acto al que el Rey no debió haber ido, los obispos de Cataluña han venido a superar la marca y a recordarnos el vergonzoso papel que la Iglesia ha desempeñado en las regiones más azotadas por el nacionalismo.

No dejan de ser lamentables paradojas que una Iglesia que se proclama universal haya sido puntal de una ideología que hace de la glorificación de lo local un culto idolátrico; que los que se supone que defienden el sagrado valor de la vida hayan mirado tantas veces para otro lado cuando unos criminales las segaban en nombre del terruño o incluso les hayan apoyado; que los que presumen de estar al lado de los más desfavorecidos les den la espalda allí donde, como les ocurre en Cataluña a los constitucionalistas y a los castellanoparlantes, son perseguidos desde el poder y las instituciones.

Esto último es especialmente significativo, porque, lo llamen como lo llamen, lo que los obispos catalanes han hecho de nuevo este jueves es, precisamente, colocarse del lado de un poder opresor y defender los privilegios de los más favorecidos.

Mucho de eso hay también en la actitud de los empresarios y en la no menos lamentable de la mayoría de los medios de comunicación: la defensa de los privilegios de una élite que tiene derecho a todo y ninguna obligación por el mero hecho de haber entrado en los círculos superiores de la sociedad catalana, ya sean las televisiones y las grandes cabeceras, los partidos o los ámbitos empresariales más cercanos al poder político…

Mientras a todos se les llena la boca con ampulosas palabras sobre lo que es una democracia o lo que es un pueblo, en realidad se ven a sí mismos como una nueva casta feudal que se cree con derecho a hacer lo que quiera con sus súbditos –ni entienden ni quieren entender la noción de ciudadanía– sin sufrir las consecuencias, ni las económicas –para eso está el dinero de todos los españoles– ni las penales.

La casta empresarial y la eclesiástica tienen una enorme responsabilidad en la situación de una región a la que varias décadas de imposición nacionalista han empobrecido económica, intelectual y, sobre todo, moralmente, además de haberla puesto al borde de la ruptura social y de la violencia masiva.

Resulta grotesco que a estas alturas unos y otros sigan queriendo aparecer como mediadores y voces sensatas en un conflicto que, sin su entusiasta colaboración, nunca habría llegado a este punto. No menos chocante, por cierto, que verles insistir en una fórmula, la cesión permanente al chantaje separatista, que lleva casi cuarenta años aplicándose en Cataluña y que sólo ha servido para agravar el problema.

No: de lo peor de la sociedad catalana no puede venir nada que contribuya a mejorar la situación en Cataluña y mucho menos en el conjunto de España.

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