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EDITORIAL

Lobos disfrazados de pastores

La cumbre ha sido un completo fracaso: ni se ha reformado el intervenido sistema financiero actual ni se ha llegado a un acuerdo lo bastante sólido como para que cada Estado no erradique dentro de sus fronteras los escasos vestigios de libre mercado.

Las recomendaciones finales de la Cumbre de Washington pueden resumirse en dos: para atajar la crisis actual son necesarias medidas de estímulo fiscal y para prevenir las crisis futuras hay que incrementar el ámbito de la supervisión internacional (ningún producto, agente o mercado deben quedar fuera del alcance de las autoridades).

Son recomendaciones lo suficientemente vagas como para que ni logren reactivar ahora la economía ni consigan poner fin a ese mal supuestamente endémico del capitalismo que son los ciclos económicos; pero la vaguedad también permite a los Gobiernos distorsionar tanto la recuperación como el crecimiento futuro. Es cierto que la cumbre en la que muchos pretendían enterrar el capitalismo se ha clausurado con una ovación cerrada al mismo, incluso por parte de las diversas tiranías participantes que nunca se han caracterizado por defender los derechos de propiedad.

Sin embargo, precisamente por esto, la cumbre ha sido un completo fracaso: palabras vacías en las que casi ninguno de los políticos, por desgracia, cree. Ni se ha reformado el intervenido sistema financiero actual ni se ha llegado a un acuerdo lo bastante sólido como para evitar que cada Estado por su cuenta erradique los escasos vestigios del libre mercado dentro de sus fronteras.

Por lo que respecta al estímulo fiscal internacional habrá que ver en qué se concreta finalmente. Sin embargo, ya de entrada, se avistan dificultades en el horizonte; prácticamente todas las economías del planeta han incurrido tras la crisis en un déficit público que no deja de crecer. ¿Cómo va a financiarse este estímulo fiscal? ¿Emitiendo más deuda pública o bien rebajando el gasto estatal? Todo parece apuntar hacia la primera y terrible posibilidad.

Es cierto que las rebajas de impuestos suponen un sano estímulo para la economía, ya que el Estado reduce su peso y permite que sea cada individuo quien asigne sus propios recursos. No obstante, toda rebaja fiscal, para que sea realmente una rebaja fiscal, requiere de una reducción correlativa del gasto público que venía siendo financiado. En caso contrario, más que de reducción impositiva estamos hablando de un retraso en el pago de esos impuestos: el déficit público resultante tendrá que ser amortizado por nosotros mismos dentro de unos años.

No sólo eso, la emisión de deuda disminuye la cantidad de ahorro en la sociedad, y el ahorro es precisamente la magnitud económica imprescindible para iniciar la recuperación. Sin ahorro no hay inversión y sin inversión no hay reestructuración productiva. La aparente receta del G-20 consiste en dilapidar el ahorro a través del déficit: hambre para hoy y también para mañana, pero, eso sí, revistiendo nuestra pobreza de una falsa opulencia.

Por otro lado, el incremento de la supervisión en todos los mercados no tiene un significado claro y concreto. La cuestión es qué piensan supervisar las autoridades, un dato del que nada ha trascendido. La supervisión, en todo caso, debería dirigirse a evitar prácticas financieras intrínsecamente inestables, nocivas y fraudulentas (sobre todo, la extendida estrategia bancaria de "endeudarse a corto plazo e invertir a largo"), pero no para juzgar la conveniencia de determinadas inversiones privadas.

Suena poco más que a broma que los mismos actores (Gobiernos y bancos centrales) que han fracasado estrepitosamente a la hora de evitar que los bancos –que caían bajo su directa supervisión– se autoinmolaran en la orgía de expansión crediticia que estos mismos actores crearon, nos digan ahora que la solución para evitar que esto se reproduzca es que fiscalicen un mayor número de actividades privadas. Si fueron incapaces de realizar correctamente su trabajo cuando su campo de control era más reducido, ¿cómo pueden esperar tener éxito al extenderlo?

Y es que, al final, la cumbre ha fracasado porque los pastores que se reunían eran los mismos lobos que causaron la masacre actual. Se han negado a reconocer (por maldad o ignorancia) su enorme responsabilidad (a través de regulaciones directas en los mercados financieros pero, especialmente, mediante las expansiones crediticias promovidas por los bancos centrales) y, por consiguiente, poco o nada cabe esperar –salvo para lo malo– de sus propuestas.

Todos los asistentes –paradigmáticamente Zapatero– acudieron a Washington con la intención de legitimar su pobre y ruinosa actuación ante sus electorados nacionales. El resultado ha sido un pobre documento que abre la puerta a que esa renovada legitimidad se utilice para cercenar las pocas libertades económicas que nos quedaban. Todo en nombre de nuestro bienestar.

En Libre Mercado

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