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EDITORIAL

Los gobiernos manirrotos, el riesgo de la Eurozona

Al final, la reforma se ha descafeinado por completo para dejar las cosas prácticamente igual a como estaban; motivo por el cual el BCE no se ha reprimido a la hora de criticar la vaciedad del texto definitivo.

Uno de los requisitos indispensables para que una unión monetaria funcione mínimamente bien es que las distintas administraciones territoriales coordinen sus políticas fiscales. No es la única condición –la flexibilidad interna de precios o la movilidad de factores son otras de enorme importancia– pero sí es una de las indispensables.

En la Eurozona esa coordinación entre políticas fiscales trató de lograrse mediante el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC), en el cual, entre otras medidas, se establecía un procedimiento por déficit excesivo destinado a sancionar a aquel país miembro con un déficit persistente por encima del 3% y una deuda pública superior al 60%. Se entendía que tal era el umbral a partir del cual el endeudamiento descontrolado de las distintas administraciones públicas ya colocaba en serios problemas a la moneda única.

Sin embargo, ese PEC nació viciado, pues ninguno de quienes lo suscribieron –y en especial las principales economías de la Eurozona, como eran Francia y Alemania– tenían la mínima intención de cumplirlo. Así, tan pronto como se inició el procedimiento por déficit excesivo contra el eje francoalemán –controlado en aquel entonces por los manirrotos Gerhard Schröder y Jacques Chirac–, el pacto expiró. Ni Francia ni Alemania llegaron a ser multados porque la sanción se retrasó en sucesivas ocasiones hasta que en 2005 se reformó el PEC para flexibilizar los márgenes de endeudamiento. Además, por mucho que se superaran los ya de por sí amplios límites del PEC, el Consejo Europeo se reservaba el derecho de veto a cualquier propuesta de sanción por parte de la Comisión.

La crisis económica actual ha mostrado lo desorientada que estaba toda esta política de flexibilización del endeudamiento público. Se ha comenzado a cuestionar seriamente la unidad monetaria por la indisciplina fiscal de ciertos países como España, Grecia o Portugal; al fin y al cabo, si ellos caen, el euro se desmoronará a menos que sean rescatados por otros países que, como Alemania, están haciendo sus deberes a la hora de ajustar su presupuesto. Pero Alemania no puede convertirse en la red de todos los políticos suicidas como Zapatero, pues ni siquiera la economía más rica de la Eurozona dispone de un capital infinito para rescatar a otros Estados; de ahí que se haya planteado la necesidad de poner en vereda a los países más manirrotos a través de un sistema de sanciones mucho menos manipulable por los políticos afectados.

Alemania, la principal interesada en que los llamados PIIGS comiencen a disciplinarse y a reconducir sus insostenibles déficits, planteó una reforma por la que los países que incumplieran los objetivos del PEC fueran automáticamente castigados no sólo con multas económicas sino también con pérdida de derechos políticos en las instituciones europeas. Sin embargo, los principales Estados incumplidores, como España, se aliaron a última hora con Francia, país siempre dispuesto a abortar políticas ortodoxas y sensatas, para que las sanciones fueran sólo económicas y, sobre todo, para que el Consejo se reservara un derecho de veto por mayoría cualificada para bloquear las multas.

Al final, pues, la reforma se ha descafeinado por completo para dejar las cosas prácticamente igual a como estaban; motivo por el cual el BCE no se ha reprimido a la hora de criticar la vaciedad del texto definitivo: la moneda cuyo valor se encarga de defender se ve constantemente atacada por la creciente insolvencia de los gobiernos. Y eso en nada nos beneficia a los españoles, por mucho que a corto plazo nos libremos de las sanciones: sólo hace falta ver la satisfacción de la manirrota Salgado para comprenderlo.

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