Como casi todo lo que va en contra de los intereses del Gobierno y el discurso dominante, la noticia de que los jóvenes barceloneses cada día usan menos el catalán ha pasado bastante inadvertida, sobre todo teniendo en cuenta la importancia que tiene y la contundencia de las cifras: en apenas cinco años se ha pasado de un 35% de uso –porcentaje ya bastante bajo– a sólo un 28, siete puntos menos.
Una gran caída que aún es mayor si se analiza en su contexto: el de una sociedad en cuyos medios de comunicación e instancias oficiales se ha proscrito el uso del español, en cuyos colegios sólo se estudia en catalán, que discrimina cualquier manifestación cultural en la lengua común y que, en suma, lleva décadas diciéndole a sus ciudadanos, y especialmente a los jóvenes, que no usar el catalán es cutre, propio de incultos, de mal gusto e incluso una traición.
Para más inri, la relegación del catalán es en favor del español, que pasa de ser el idioma prioritario del 56% de los jóvenes a serlo del 62. La lengua perseguida cada día está más fuerte, al menos en un ámbito como Barcelona en el que, pese a todo, es más difícil tener éxito en las imposiciones totalitarias.
Porque de eso se trata: de un intento de imposición no por más fracasado y torpe menos totalitario, y la reacción de la juventud barcelonesa es la que cabría esperar en estas circunstancias: cuando te dicen cómo tienes que hablar, pensar, leer o rotular, lo que se genera en muchos casos es, precisamente, rechazo.
Lo malo de todo esto es que, en las mentes totalitarias de los separatistas, cuando un nivel altísimo de imposición no logra su objetivo, la solución siempre es aplicar un nivel aún más elevado. Esto es, de hecho, lo que ha ocurrido en Cataluña en las últimas décadas, con los resultados que ahora vemos, pero en un proceso que ha supuesto y está suponiendo una descomunal degradación de la sociedad catalana, por supuesto en lo económico y en lo cultural, pero especialmente en lo moral y en las propias relaciones personales, pues allí la política ha abierto auténticos abismos en lugar de tender puentes.
Mientras tanto y para colmo, Cataluña se ha convertido en una autonomía antipática para mucha gente, cuando previamente pasaba por ser la más moderna, laboriosa, emprendedora y europea. Nada de ese prestigio queda ya, y la propia Barcelona ha pasado de ser una ciudad admirada y querida, en la que todo el país se sintió representado con los Juegos Olímpicos de 1992, a únicamente aparecer en los medios por cuestiones que reflejan su formidable degradación.
Barcelona, més que mai, necesita cambiar de rumbo. Y los catalanes, sacudirse la hispanofobia, que está causando verdaderos estragos en su comunidad.