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EDITORIAL

Los nuevos opresores

A menudo los peores enemigos de los pobres y oprimidos son precisamente sus autoproclamados representantes, macabros fantoches sedientos de poder a costa del sudor y la sangre ajenos.

La nueva y aplastante victoria del Congreso Nacional Africano (ANC) en las elecciones legislativas celebradas en Sudáfrica el miércoles marca el probable retroceso de esta joven democracia hacia un régimen autoritario de la mano de quien será su nuevo presidente, Jacob Zuma, un oscuro personaje cuyo historial político está marcado por los procesamientos por corrupción y las acusaciones de violación.

Pese al progresivo debilitamiento de los vínculos emocionales del ANC con la población negra sudafricana, especialmente entre los más jóvenes, el escrutinio de los sufragios indica que la formación liderada en el pasado por Nelson Mandela roza los dos tercios de los votos válidos. Esto significa que el Legislativo podrá modificar la Constitución del país para aumentar los poderes del Ejecutivo, restringir la libertad de prensa, dar marcha atrás a las reformas económicas y obstaculizar la labor del principal partido de la oposición, la Alianza Democrática, una organización centrista que propugna el robustecimiento de las fuerzas de seguridad, el equilibrio presupuestario, la reducción de las cargas fiscales para las empresas y la liberalización de los mercados laboral y energético. Al menos así se ha manifestado Zuma en numerosas ocasiones durante una campaña electoral caracterizada por su renuencia a debatir en público con sus rivales.

El desempeño de los gobiernos sudafricanos desde el fin del Apartheid en 1994 ha distado de ser modélico. Así, la notable mejora en el nivel de formación de la juventud de raza negra, traducida en la expansión de una incipiente y próspera clase media multirracial, profesional, independiente e ilustrada en los núcleos urbanos del país, se ha visto ensombrecida por el rechazo del presidente Thabo Mbeki al consenso científico sobre el SIDA, la inacción del Estado ante el espectacular aumento de la criminalidad y el parasitismo de la elite del ANC, más interesada en la adquisición de aviones privados y otros productos de lujo que en el trabajo en pro de la masa pobre gracias a cuyos votos llegó al poder.

La enorme importancia estratégica de Sudáfrica reside tanto en su gigantesco potencial económico (en una década España ha triplicado sus flujos comerciales con la nación africana) como en el papel benéfico que puede desempeñar en la estabilización política y social de África austral. Sin embargo, la elección de Zuma, cuyo procesamiento por corrupción fue abortado por la fiscalía pocos días antes del comienzo de la campaña electoral, augura el inicio de un periodo de decadencia democrática, polarización política y conflictos sociales cuyas trágicas consecuencias ya han costado la vida a millones de habitantes de su vecino norteño Zimbabue. La afirmación de la excepcionalidad negra y la denuncia de la infiltración de los valores occidentales en la sociedad, así como su discurso socializante y altermundista, hacen temer lo peor para un país que en poco tiempo podría convertirse en un nuevo foco de tensión internacional.

Por si el aquelarre de Durbam II no bastase, Jacob Zuma y los suyos confirman que a menudo los peores enemigos de los pobres y oprimidos son precisamente sus autoproclamados representantes, macabros fantoches sedientos de poder a costa del sudor y la sangre ajenos. La vitalidad y la creatividad de la nueva clase media sudafricana constituye el arma más potente contra la falacia racista. Paradójicamente, líderes como Zuma son su mejor aliado.

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