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EDITORIAL

Otra vez Estella

El Gobierno no debería vacilar a la hora de impedir que ETA vuelva a las instituciones, tampoco si son el PNV y EA quienes se prestan a ayudarla. Cuestión distinta es que el PSOE no haya desechado definitivamente su ansia por negociar con ETA.

Una parte muy importante de los políticos nacionales, especialmente de izquierdas pero no sólo de izquierdas, llevan 30 años distinguiendo entre un nacionalismo vasco supuestamente moderado con perfecto encaje dentro de nuestro sistema constitucional y otro radical y ultramontano que sería, según este razonamiento, el origen del problema terrorista.

En realidad, la distinción tenía bastante de artificial porque ambas clases de nacionalismo se han realimentado y auxiliado históricamente entre sí. Ambos eran conscientes de estar representando un rol para el que necesitaban al otro: el palo y la zanahoria o, como ya ilustrara Arzalluz, los sacudidores del árbol y los recolectores de nueces.

Difícilmente podía tildarse de moderado a aquella parte del nacionalismo que si bien condenaba los métodos etarras, empleaba el drama del terrorismo como argumento negociador en aras de lograr unos fines que eran comunes a los terroristas y que inspiraban precisamente sus acciones. Sólo políticos interesados en gobernar con el apoyo y los votos del nacionalismo –en el Gobierno central y en los autonómicos– podían seguir tan ciegos como para negar la evidencia.

Pero, desde luego, cualquier duda sobre la estrecha comunicación que existía entre estos dos vasos del nacionalismo vasco debería haberse despejado con el Pacto de Estella, por el que el PNV pasaba a legitimar al llamado "brazo político" de ETA (que como sabemos no era y no es más que otro de los instrumentos que emplea la banda para desarrollar su labor criminal) y a considerar las instituciones y la democracia española obstáculos a derruir en su camino común hacia la independencia.

Desde entonces, la ofensiva política y judicial contra ETA se redobló hasta conseguir desenmascarar e ilegalizar a Batasuna, lo que supuso un durísimo golpe para la banda del que sólo sería capaz de reponerse gracias al aliento político que le ofrecería Zapatero con su nefasta fase de negociación.

Hoy los terroristas vuelven a estar acorralados policial, judicial y políticamente. Incluso Francia les ha declarado abiertamente la guerra. El único resquicio de esperanza del que se pueden alimentar hoy proviene de la expectativa de volver a negociar con el Gobierno –expectativa alimentada por el discurso ambiguo que han mantenido destacados miembros del Ejecutivo y, sobre todo, por su negativa de disolver los ayuntamientos con presencia de Batasuna y a revocar la disposición parlamentaria que les autoriza a negociar– o de que puedan regresar a las instituciones vascas mediante una agrupación pantalla o como parte de un bloque nacionalista más amplio.

La celebración ayer del Aberri Eguna sirvió para constatar no sólo que la distinción entre nacionalismo moderado y radical sigue teniendo hoy tan poco sentido como cuando se recogían con orgullo las nueces que habían lanzado los chicos de la gasolina o cuando se ratificó a tres partes el Pacto de Estella, sino también que los nacionalistas están dispuestos a prestar sus siglas para dar cobijo a Batasuna.

El Gobierno no debería vacilar a la hora de impedir que ETA vuelva a las instituciones por las más variadas estratagemas. Tampoco si son el PNV y EA quienes se prestan a facilitar su regreso. Cuestión distinta es que el PSOE no haya desechado definitivamente su ansia por negociar con ETA y por gobernar en Vitoria o en Madrid con el apoyo del nacionalismo. En cuyo caso, todos estarán ahora mismo representando su papel y ETA volverá a estar presente en los ayuntamientos.

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