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EDITORIAL

Una ley peligrosa

Nadie quiere que las familias menos favorecidas sufran gratuitamente, pero el Estado no puede ser un protector omnipotente.

No cabe duda de que el problema de los desahucios ha tomado en las últimas semanas una enorme dimensión mediática que, probablemente, no se corresponde con su verdadera dimensión, al menos a día de hoy, en la sociedad española.

Sin embargo, una mayoría de los medios de comunicación, en los que el izquierdismo es más una norma que una tendencia, nos ha intentado conmover con las terribles historias de pobres ciudadanos que, tal y como nos vienen contando, están siendo avasallados por la malvada banca, quintaesencia del capitalismo y por tanto del mal.

No se puede ser, desde luego, insensible al sufrimiento que estos hechos producen en quienes los padecen, pero en no pocas ocasiones se oculta una parte importante de la historia: los tremendos e irresponsables riesgos que asumieron muchos de los que ahora pierden su hogar, o que el problema no afecta a centenares de miles de españoles, ya que los desahucios de primeras viviendas son un porcentaje mínimo de los procedimientos judiciales efectuados en los últimos años.

Espoleado por esta marea mediática que llegó a su cénit con un aprovechamiento lamentable de casos de suicidio presuntamente relacionados con desahucios, y presionado también por la oposición, el Gobierno ha decidido acometer una serie de cambios legislativos con una inusitada rapidez.

Lo de "legislar en caliente" no valía cuando se trataba de delitos que han estremecido a la sociedad, ni para las nuevas formas de delincuencia o para problemas como la reincidencia en el delito. Para los desahucios, en cambio, sí. En esta cuestión se ha legislado no en caliente, sino al rojo vivo.

El resultado es una ley que puede que, en un primer momento, acabe con las terribles escenas propias de un desahucio, y que aplace el sufrimiento de las familias que se enfrentan a uno; pero que al mismo tiempo genera diversos peligros para los mercados hipotecario e inmobiliario, como por otra parte suele ocurrir con el intervencionismo estatal: cuando el Estado aparentemente arregla algo por aquí... algo peor se descompone por allá.

El primero de estos peligros es que la normativa resulta todo un estímulo para que cambie algo que hasta el momento era una ley no escrita: lo último que los españoles dejan de pagar es la hipoteca. De ahora en adelante ya no estará ahí la más poderosa razón que había para ese comportamiento, que hasta el propio De Guindos ha reconocido hoy: ahora no te van a echar de tu casa, por mucho que no pagues.

Se argumentará que un plazo de dos años es poco tiempo y que eso no hará que aquellos que realmente puedan hacerlo dejen de pagar, pero el plazo que ahora marca el Gobierno puede cumplirse o no, y la experiencia nos dice que retirar una medida de este tipo no suele ser plato político de gusto. Finalmente, lo provisional acaba convirtiéndose en permanente y ahí tenemos, como buen ejemplo de ello, el subsidio a los parados sin prestación.

Esa posibilidad de prolongarse indefinidamente es el segundo riesgo que entraña esta norma, que además establece para su aplicación límites arbitrarios y, por tanto, injustos.

Justo es reconocer, en cualquier caso, que al menos el Gobierno ha desoído los cantos de sirena de una izquierda desnortada y no ha accedido a suspender los procedimientos judiciales de desalojo, lo que habría sido mucho más grave, al significar de facto la suspensión de las garantías jurídicas en un sector que no está para bromas.

En definitiva, nadie quiere que las familias menos favorecidas sufran gratuitamente, pero el Estado no puede ser el protector omnipotente ante todos los errores o los problemas de los ciudadanos.

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