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Emilio Campmany

Agrede, que algo queda

Si el Estado se niega a emplear la violencia, de la que ostenta el monopolio, contra los que recurren a ella para desafiarlo, está empujando a todo el que tenga cualquier cosa que reclamar, revindicar o exigir a hacerlo con medios violentos

Los transportistas en huelga no se han planteado ni por un momento llevarla a cabo pacíficamente. Desde el principio se han decidido a emplear la violencia para hacer que sus reivindicaciones fueran inmediatamente escuchadas por el Gobierno y alcanzaran una difusión mediática que, de otro modo, no hubieran logrado.

Antes, las huelgas empezaban por las buenas y sólo pasado un tiempo sin lograr avances los huelguistas se decidían a "reivindicar" con más energía. Ahora, se prescinde de ese "inútil" paso previo y se pasa directamente a las acciones violentas. Lo vimos con la huelga de recogida de basuras del metro de Madrid y ahora lo hemos visto con los transportistas.

Esta sociedad nuestra anestesiada a base de talante, buenismo y corrección política, que nos tiene a todos en estado de pasmada estupefacción, aborrece hasta tal punto la violencia que, cuando alguien recurre a ella, tendemos a pensar que forzosamente ha de tener buenas razones para hacerlo.

No sé cuán justas pueden ser las reivindicaciones de los transportistas, pero es intolerable que exijan que sean atendidas del modo en que lo están haciendo. Y, sin embargo, la primera reacción ha sido de tolerancia y de esfuerzo por comprender sus razones. Es más, si el Gobierno se hubiera desde el principio empleado para garantizar la libre circulación de personas y vehículos, que es, por otra parte, su primera obligación en este caso, lo más probable es que hubiera sido objeto de duras criticas.

El caso es que la violencia nos desconcierta porque tendemos a creer que el violento lo es por un motivo del que los demás, de alguna forma, somos responsables. Aunque de manera distinta, nos desconciertan tanto los maltratadores como los transportistas, los limpiadores del metro y hasta los terroristas. Por eso se nos ocurren ideas tan peregrinas como poner un teléfono para que se desahoguen los primeros, les dejamos que durante cuarenta y ocho horas colapsen las autopistas a los segundos, no se persigue a quienes vierten aceite en el suelo del suburbano para que resbalen y se lesionen los viajeros y hasta negociamos con los etarras a ver si les convencemos de lo malo que es poner bombas.

Y eso que este Gobierno, por ser de izquierdas, se puede permitir el lujo de ser todo lo firme que haga falta. Porque, con un Gobierno de derechas, es más que probable que a estas horas las carreteras siguieran cortadas y las gasolineras y supermercados desabastecidos. Si no lo creen, recuerden la "pacífica" ocupación que de la Castellana protagonizaron los operarios de Sintel en la era Aznar y como nadie se atrevió a desalojarlos de allí durante meses hasta que el "conflicto" se resolvió.

El camino emprendido es más peligroso de lo que parece. Si el Estado se niega a emplear la violencia, de la que ostenta el monopolio, contra los que recurren a ella para desafiarlo, está empujando a todo el que tenga cualquier cosa que reclamar, revindicar o exigir a hacerlo con medios violentos por ser más eficaces, por no decir los únicos realmente eficaces. Una cosa es que la respuesta del Estado a la violencia del agresor deba ser proporcionada y otra cosa muy distinta es hacerlo tarde, mal y nunca.

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