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Emilio Campmany

Braveheart tendrá que esperar

El sistema mayoritario británico, que algunos quieren importar, tiene graves defectos, como acabar de quedar en evidencia.

Como en todos sitios cuecen habas, en Gran Bretaña los encuestados han adquirido la bonita costumbre que aquí tenemos de mentir a los encuestadores. Es la única explicación que cabe a que lo que iba a ser un empate técnico haya acabado siendo una victoria abrumadora de los conservadores. Era mucho lo que estaba en juego. Para empezar, el fracaso de los euroescépticos del UKIP junto con la práctica mayoría absoluta de los tories permiten a Cameron, en beneficio de su patria y de toda la Unión, mantener a Gran Bretaña en Europa. Eso no quita para que en su caso convoque el referéndum, pero será para quedarse, no para irse. Pero lo más importante con diferencia es la irrelevancia en la que continuarán chapoteando los independentistas escoceses, a pesar de haber ganado casi todos los escaños que disputaban.

Es verdad que los laboristas habían anunciado que jamás constituirían una mayoría con desleales de tal tamaño y que los propios nacionalistas habían rechazado toda posibilidad de negociar con Cameron. Pero el caso es que las encuestas atribuían a los independentistas escoceses la condición de árbitros. Miliband podría haberse visto en la difícil situación de tener que elegir entre respaldar un gobierno conservador, defraudando las expectativas de cambio, o formar gobierno con el apoyo de Nicola Sturgeon bajo chantaje y con el compromiso de convocar un nuevo referéndum de independencia, que, esta vez sí, los nacionalistas ganarían.

La sensatez del pueblo británico ha evitado que se produzca esa situación. Sin embargo, ello no obsta a que se hayan puesto en evidencia los graves defectos del sistema inglés, que aquí algunos quieren importar. Si el mismo ha dado estabilidad a las islas no ha sido gracias a sus bondades, sino a la cordura de los votantes. A fin de cuentas, este sistema es el que ha dado lugar a que un partido, el nacionalista escocés, que apenas representa al 5 por ciento del electorado se haga con 56 escaños, mientras que otro, el liberal-demócrata, con más del 7, apenas consiga 8, los mismos que ha logrado el partido unionista con, atención, el 0,7 por ciento de los votos. Es algo parecido a lo que ocurre aquí. El sistema está diseñado para favorecer a los partidos grandes y perjudicar a los pequeños en aras de la estabilidad. Pero al hacerlo favorece aún más a los partidos de fuerte implantación en un territorio limitado, donde pueden, como en Escocia, llegar a hacerse con casi todos los escaños en disputa teniendo poco más del cincuenta por ciento de los votos de ese territorio. Por cierto, el sí a la independencia obtuvo en el referéndum del pasado septiembre 1,6 millones de votos; ayer, el SNP, con su espectacular avance y todo, se quedó en 1,4 millones.

Hoy, los británicos se han salvado de milagro, pero nadie sabe qué ocurrirá mañana. Están tan atados a sus tradiciones que es difícil que puedan plantearse seriamente cambiar el sistema y hacerlo más proporcional, pero es lo que deberían hacer si no quieren un día en que pierdan algo de su habitual buen juicio y se vean como tantas veces nos hemos visto nosotros, chantajeados por un pequeño partido muy sobrerrepresentado en el Parlamento en beneficio de unos pocos y en perjuicio de todos.

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