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Emilio Campmany

Educación especial

Así conseguirán que sean cada vez más los que, por deficiencias en su educación, necesiten de la ayuda del Estado

Así conseguirán que sean cada vez más los que, por deficiencias en su educación, necesiten de la ayuda del Estado
EFE

Aparte la prohibición de estudiar en español en Cataluña, el disparate más grande de la ley Celaá es la desaparición de la educación especial del sistema de enseñanza pública. Lo del español en Cataluña ocurre en la práctica desde hace decenios y la norma de la ministra ignara no hará más que certificarlo, pero en la práctica significará poco. En cambio, la agresión a la educación especial es un atentado repentino a uno de los aspectos más gratificantes de nuestro Estado de bienestar. Un hijo discapacitado puede ser para su familia una bendición. De hecho, lo es en muchos casos. Pero eso no quita para que exija de abuelos, padres y hermanos una entrega muy superior a la normal. En nuestra sociedad, donde el Estado se incauta de casi la mitad de la riqueza que generamos, era al menos en esto lo generoso que exigen las circunstancias ofreciendo a estas familias la posibilidad de que sus hijos reciban con cargo al presupuesto una enseñanza diseñada en función de sus minusvalías. El objetivo no es otro que dotar a esos niños, en la medida de lo posible, de las destrezas suficientes para tener en el futuro una vida casi normal. 

Ahora, el supuesto buenismo igualitario de socialistas y comunistas pretende acabar con ese progreso dejando que esos niños se pierdan en el sistema educativo ordinario, encomendándolos a profesores sin las capacidades profesionales necesarias para hacerse cargo de ellos y, en consecuencia, privándoles de la educación que necesitan. Se supone que la idea es fingir que, para ser realmente iguales, esos niños han de recibir la misma educación que los demás. Si a eso se le añade que podrán ir pasando de curso, aunque por sus deficiencias no puedan aprender nada en una clase “normal”, se da con el perverso resultado al que este estúpido buenismo conduce y que está muy lejos de la idea de igualdad que aparentemente le informa. 

Esto es lo que parece, un resultado perverso provocado por algunos bienintencionados, socialistas y comunistas, que desean acabar con toda clase de desigualdad. Y sin duda algo de eso hay. Pero hay muchos socialistas y comunistas que se dan cuenta del error y sin embargo insisten, no por una mal entendida bondad, sino con la inconfesable intención, que es por otra parte lo que informa toda la política educativa de la izquierda, de rebajar la calidad educativa general. El profesor que tenga a un niño necesitado de educación especial en su clase tendrá que optar entre abandonarlo o dedicarle a él buena parte de su esfuerzo en perjuicio de los demás. El resultado será hacerlos a todos un poco más ignorantes, tanto los que necesitan educación especial como los que no. Así conseguirán que sean cada vez más los que, por deficiencias en su educación, necesiten de la ayuda del Estado y se sientan en consecuencia tentados en el futuro de votar al partido que más ayudas y subsidios prometa. Este empeño en acabar con la educación especial no es una manera más de empedrar el infierno con buenas intenciones. Es también una ocasión de asfaltarlo con infames propósitos.

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