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Emilio Campmany

El 'garbuglio' de lo deambulatorio

La nación no se salvará con triquiñuelas basadas en 'libertad deambulatoria' alguna.

La nación no se salvará con triquiñuelas basadas en 'libertad deambulatoria' alguna.
Carles Puigdemont | Cordon Press

La noticia es breve: el Gobierno se propone impugnar la candidatura de Puigdemont a la investidura porque carece de libertad deambulatoria. Naturalmente, el Gobierno trata de evitar el esperpento de que un prófugo de la Justicia sea el próximo presidente de la Generalidad. Pero el argumento deambula hacia lo parajurídico. Para empezar, no existe la libertad deambulatoria. Lo que puede uno perder es la libertad a secas, por haber sido privado de ella por medio de una condena o gracias a la prisión preventiva. Si el Gobierno hubiera reflexionado bien acerca de cómo encarar este asunto, habría evitado convocar elecciones hasta que hubiera habido sentencia firme y todos los cabecillas del golpe de Estado separatista hubieran sido condenados e inhabilitados. Eso habría impedido que pudieran aspirar a ningún cargo. Se prefirió convocar inmediatamente elecciones con el fin de no alargar más de lo indispensable la intervención de la autonomía. A cambio, asumieron el riesgo de que encarcelados y fugados se presentaran a las elecciones y ganaran, que es exactamente lo que ha ocurrido. Ahora es tarde para dar marcha atrás. Se puede recurrir una investidura hecha sin la presencia del candidato o puede impedirse ésta deteniéndole mientras intenta ser investido. Lo que no cabe es negarle al propuesto el derecho a ser candidato con el ridículo cargo de que carece de libertad deambulatoria.

A tener que hacer las cosas de esta bananera manera ha contribuido no poco la negativa del Tribunal Supremo, representado por el juez Llarena, a cursar la orden europea de detención. Si Puigdemont estuviera detenido en Bélgica a la espera de ser extraditado, aunque sólo fuera para ser juzgado exclusivamente por malversación de fondos, no habría habido necesidad de que el Gobierno deambulara como lo está haciendo hacia lo grotesco.

Lo peor de todo es que ahora la otra gran instancia, el Tribunal Constitucional, cuyo prestigio ya ha sido bastante minado, tendrá que sentenciar que un aspirante privado de libertad deambulatoria no puede aspirar a ninguna investidura. De esa forma, Gobierno, Tribunal Supremo y Tribunal Constitucional habrán finalmente accedido a descender a jugar en la extravagante pista circense a la que el payaso Puigdemont les ha querido arrastrar. No faltarán quienes aleguen que todo vale con tal de defender la unidad de España. Olvidan que nunca puede ser eficaz una defensa a base de que las instituciones tuerzan las leyes de la nación cuya unidad pretenden defender. Porque son sus leyes las que hacen a una nación libre y democrática. Y no hay nación digna de tal nombre si en ella las leyes se pueden retorcer tanto como políticamente convenga, por elevado que sea el fin. No es justo para España ni para los españoles que su defensa esté en manos de leguleyos que afrontan los problemas al modo de Don Bartolo, el abogado de Las bodas de Fígaro, que garantizaba la solución apetecida a un inconveniente jurídico augurando que qualche garbuglio si troverá. La nación no se salvará con triquiñuelas basadas en libertad deambulatoria alguna. Su salvación sólo puede resultar de la rigurosa aplicación de sus leyes, para lo que convenga y para lo que no.

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