Menú
Emilio Campmany

La esfinge del Kremlin

Es sobradamente sabido que quiere liquidar el orden nacido del derrumbe de la URSS, pero no se sabe qué hará para lograrlo.

Es sobradamente sabido que quiere liquidar el orden nacido del derrumbe de la URSS, pero no se sabe qué hará para lograrlo.
El autócrata ruso Vladímir Putin. | EFE/EPA/Aleksey Nikolskyi/Sputnik/Kremlin Pool

A Napoleón III le llamaban la esfinge de las Tullerías porque, aunque todos sabían que lo que quería era acabar con el orden salido del Congreso de Viena, nadie tenía ni idea de cómo trataría de conseguirlo. Con Putin pasa algo parecido. Es sobradamente sabido que quiere liquidar el orden nacido del derrumbe de la URSS, pero no se sabe qué hará para lograrlo. Hay quien piensa que, gracias a que gobierna sin control democrático y a las debilidades occidentales, se saldrá con la suya. Es lo más probable.

Lo primero en lo que hay que fijarse es en que Putin nunca amenaza con invadir si se propone realmente hacerlo. En Georgia (2008), en la misma Ucrania (2014) y hace apenas unas semanas en Kazajistán, el exagente del KGB no dio indicios de que se proponía intervenir. Lo hizo y punto. Ahora lleva semanas acumulando tropas, pero no termina de actuar. Acaba de recibir la respuesta norteamericana en la que se supone que se le dice que no a todas sus exigencias. La respuesta lógica a tan rotunda negativa debería haber sido poner en marcha los tanques rumbo a Kiev. Sin embargo, ha dicho que estudiará la respuesta y se tomará un tiempo para contestar, sugiriendo que podría tardar en hacerlo tanto como Washington, que se ha tomado más de un mes. Tampoco es verosímil que el Kremlin esté pensando en una invasión tradicional, cuando tiene a su disposición los nuevos instrumentos de agresión que proporciona lo que se ha llamado guerra híbrida (ciberataques, desinformación y demás).

A estas alturas, más bien parece que lo que pretende es presentar una amenaza lo suficientemente seria como para lograr su objetivo principal de una forma indirecta y que Ucrania, y cualquier otra república exsoviética, no se integren en la OTAN, ni ahora ni en un par de décadas. De hecho, hoy por hoy, por mucho que el secretario general de la organización haya dicho que Ucrania es libre de solicitar su ingreso y la OTAN de admitirla, nadie en su sano juicio daría ese paso. Mientras, Putin puede mantener tensa la cuerda tanto tiempo como desee y pagar el despliegue con el incremento de ingresos que la subida del petróleo y el gas ha experimentado gracias precisamente a la crisis. En última instancia, Ucrania acabará neutralizada (o finlandizada, si se quiere) de facto. Lo que nos queda por saber es qué ha pensado la esfinge del Kremlin para presentar como una victoria la retirada que un día ordene de sus tropas. Porque una neutralización de facto no es la de iure que él exigió. O quizá no lo considere necesario.

En la crisis de los misiles de 1962, todo terminó con el compromiso de Kennedy de retirar los misiles Júpiter desplegados en Turquía sin ninguna contraprestación que no fuera la renuncia por parte soviética a situar misiles en Cuba, siempre que Kruschev no alardeara de ello. Quizá ahora ocurra lo mismo y Washington acabe comprometiéndose en privado a no integrar a Ucrania en la OTAN. Que la contestación norteamericana no se haya publicado y que la reacción rusa haya sido tan tibia permite imaginar que quizá ya se ha insinuado algo parecido.

Temas

En Internacional

    0
    comentarios