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Emilio J. González

Alimentos para la inflación

El Gobierno ha encargado al Tribunal de Defensa de la Competencia (TDC) un informe sobre el funcionamiento del sector comercial y de la distribución en España, especialmente en lo referente a la comercialización de productos alimenticios, con el fin de dar una posible nueva vuelta de tuerca a la liberalización del sector como forma de luchar contra la inflación. Y es que la evolución del IPC, que en octubre creció el 4% interanual, es el principal problema de la economía española y no puede combatirlo mediante el manejo de la política monetaria porque ésta está en manos del Banco Central Europeo y el tipo de interés que éste ha fijado, el 3,25%, es demasiado bajo para las necesidades de nuestro país.

En este mal comportamiento que viene registrando el IPC influyen bastante los sectores relacionados con el comercio de alimentos y bienes. De ahí que el Gobierno pretenda avanzar en la liberalización de los mismos para frenar la escalada de precios. Y en este ámbito hay mucha tela que cortar.

En el caso de los alimentos sucede algo bastante curioso. Sus precios de venta al público crecen pero no así los que se pagan a los productores, que aumentan mucho menos, cuando no bajan. El ejemplo más claro es el del pollo, cuyas subidas disparan el IPC mientras la industria productora no termina de salir de una crisis que se ha llevado de por medio a muchas empresas porque los precios que percibe siguen deprimidos. Este hecho revela que el origen del problema no está en la producción sino en la distribución, y es ahí donde quiere incidir el Ejecutivo con toda razón puesto que el aumento de la competencia significa precios más bajos e incrementos menores de los mismos.

El Gobierno, sin embargo, va a enfrentarse con un importante obstáculo si decide articular medidas de liberalización en el ámbito de la distribución comercial debido a que el Tribunal Constitucional, en una de esas sentencias tan absurdas como incomprensibles, reconoció a las autonomías la capacidad normativa sobre el comercio en detrimento del Estado. Un reconocimiento que limita las posibilidades de actuación del Ejecutivo que, en cualquier caso, tendrá que actuar mediante pactos con las comunidades autónomas y aquí empieza el problema porque, precisamente, los Gobiernos regionales han sido los primeros en oponerse en el pasado a la aplicación de una liberalización amplia del comercio y sus horarios. De hecho, muchas autonomías han limitado al mínimo posible la apertura en domingos y festivos y han puesto todas las trabas del mundo, incluidas las limitaciones legales, a la implantación y expansión de las grandes superficies en su ámbito territorial. Eso ha sido un error que ha frenado una modernización del pequeño comercio que habría venido de la mano de una mayor competencia e impuesta por la misma. Y ese error se refleja en que el pequeño comercio no sólo no ha crecido en número de establecimientos sino que, incluso, éste se ha reducido mientras el que sí que se ha incrementado ha sido el número de supermercados, el escalón intermedio entre la tienda del barrio y las grandes superficies.

Las grandes superficies, además, son las que ‘tiran’ hacia debajo de los precios, gracias al poder de sus centrales de compras, y obligan a los demás a seguir por el mismo camino y a ser más eficientes para poder sobrevivir. Pero al limitar su expansión, cuando no prohibirla, al impedir la penetración de las cadenas descuento, ese efecto no se ha conseguido. Ese es el origen de los problemas inflacionistas que plantea el sector. Ahora que está a punto de vencer el plazo de limitación de horarios comerciales, que hay negociar un nuevo marco en este sentido, es un buen momento para profundizar más en la necesaria liberalización del sector de la misma forma que se está haciendo en el resto de países de la Unión Europea.

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