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Emilio J. González

¿Clinton o Roosevelt?

Obama ha ganado las elecciones con un discurso antiglobalización, de vuelta al proteccionismo y con el apoyo de los sindicatos, ahora, si quiere gestionar adecuadamente la crisis y la economía, deberá renunciar a lo dicho.

Suele decirse que, en materia económica, las derechas llegan al poder para arreglar la economía y las izquierdas lo pierden por estropearla. En Estados Unidos, en cambio, últimamente parece suceder lo contrario. Los dos últimos demócratas que han ganado las elecciones presidenciales –Bill Clinton y, ahora, Barak Obama– lo han hecho gracias al deterioro de la situación económica producido bajo el mandato de sus predecesores republicanos, en este caso los Bush, padre e hijo. Obama, por tanto, llega al poder aupado por las esperanzas de que sepa resolver la grave crisis financiera estadounidense. Ese será su gran desafío interno, por el que le juzgarán los norteamericanos y, de paso, buena parte del mundo. El primer presidente afroamericano tiene ante sí dos vías: parecerse a Bill Clinton en lo bueno que tuvo en su política económica –liberalización, desregulación, equilibrio presupuestario– o, por el contrario, tomar como modelo a Franklin D. Roosevelt, cuyo New Deal tanto daño hizo a la economía norteamericana en el corto, medio y largo plazo, por mucho que los mitos al respecto pretendan negarlo. Acertar o equivocarse en la elección del modelo a seguir marcará la diferencia entre el éxito y el fracaso.

Obama hereda una situación económica francamente difícil, si bien no por causa de Bush. Por el contrario, la crisis financiera se gestó en tiempos de Clinton, que fue quien impuso al sistema financiero que concediera las hipotecas subprime, o de alto riesgo, y fue quien dio alas a la banca para excederse con sus operaciones de salvamento de entidades en las crisis mexicana de 1995, asiática de 1997 y rusa de 1998, todo ello aderezado con los graves errores en materia de política monetaria y de supervisión del sistema financiero cometidos por la Reserva Federal en los últimos años de la era Greenspan. Que Obama tenga en cuenta estos hechos es fundamental para que su respuesta a la crisis sea la adecuada.

Lo primero que debe tener en cuenta el próximo presidente de Estados Unidos es que la reforma que necesita el sistema financiero estadounidense afecta y debe afectar a la supervisión, no a la regulación del mismo. El problema, en este sentido, no es la desregulación, que ha permitido importantes avances en la financiación de la economía, sino que el sector bancario ha carecido de la supervisión necesaria para impedir que sucediera lo que sucede en estos momentos: un auténtico tsunami que se lleva todo lo que encuentra, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo. Por ello, sería un error volver a introducir corsés de todo tipo a la banca. Lo que hace falta es que el supervisor actúe como tal y dejarse de creer, como hacía Greenspan, que los banqueros se autorregularían porque, como se ha visto, no es así. Desde esta perspectiva, el camino que adopte Obama será fundamental tanto para poner fin a la crisis como para acelerar la recuperación de la economía estadounidense.

El hecho de que Obama pueda nombrar secretario del Tesoro a Robert Rubin o a Larry Summers, que ya ocuparon dicho cargo con Bill Clinton, indicará, sin duda, que el nuevo presidente se decantará más por la supervisión y menos por la regulación, lo que será bueno para Estados Unidos y, por tanto, para el mundo. No obstante, también hay que tener en cuenta que tanto Rubin como Summers fueron promotores de las intervenciones de la Administración Clinton y la Reserva Federal para salvar bancos, dando lugar a la situación de riesgo moral –riesgos que una entidad nunca asumiría si sabe que puede perder dinero o quebrar– que degeneró en la actual crisis financiera. Por ello, sea quien sea el próximo secretario del Tesoro, debería aprender de esta experiencia y abstenerse de intervenir en el futuro, con el fin de dejar que el mercado ponga a cada uno en su sitio y acabar de una vez por todas con ese riesgo moral que ha resultado tan pernicioso para los norteamericanos y, por derivada, para todo el mundo. Un riesgo moral que no es un mero ejercicio teórico, sino que aparecía claramente en muchas newsletters confidenciales del sector bancario estadounidense, recordando que la Reserva Federal y el Tesoro siempre intervenían para salvarlo en tiempos de crisis. Así ha pasado lo que ha pasado.

Obama ha ganado las elecciones con promesas de subidas de impuestos y más gasto social. Lo primero sería un error que podría hacer que la crisis económica sea más larga y profunda de lo previsto; lo segundo, un drama para la economía estadounidense a medio y largo plazo. Las empresas norteamericanas están sufriendo como consecuencia de la escasez de crédito y de la caída de la demanda a que se enfrentan. El resultado es un desplome de sus beneficios y un aumento del paro. Subir ahora los impuestos implicaría todavía menos demanda y menos ahorro disponible para financiar la economía en unos momentos en los que lo que hace falta es consumo e inversión, en los que se precisa que haya créditos para el sector empresarial. Si, además, la subida de impuestos afecta a las empresas, las cosas todavía se van a poner peor. Por ello, lo mejor sería que el nuevo presidente se planteara seriamente un recorte de la tributación empresarial como gran medida para relanzar la actividad productiva o, en su defecto, dejar las cosas como están. Porque si lo que quiere es reducir el déficit presupuestario y poder gastar más, lo mejor para la economía americana es que esto venga de la mano de un crecimiento económico que genere los ingresos fiscales necesarios a través de mayores beneficios empresariales y de menos paro.

En cuanto al gasto social, Obama debe ser extremadamente cauteloso al respecto. El político demócrata ha prometido mejorar la situación de los que menos tienen aumentando el gasto público en sanidad y pensiones sin tener en cuenta que ambos sistemas se encuentran próximos al colapso financiero; son una bomba de relojería en los presupuestos y la economía estadounidense que, en caso de llegar a estallar, tendrían graves consecuencias socioeconómicas. Y si Obama pretende evitarlo subiendo los impuestos, entonces estará sentando las bases para que la crisis sea duradera y, después, al crecimiento económico le falte el vigor necesario para que Estados Unidos vuelva al pleno empleo.

Todo lo anterior converge en un punto clave para el futuro de la economía estadounidense. Al final, detrás de la economía hay personas, que sufren cuando las cosas van mal y toman sus decisiones políticas en consonancia con sus alegrías o sus penas. Pues bien, después de que Obama se hiciera con la candidatura demócrata a la presidencia, primero, y ganara las elecciones, después, con un discurso antiglobalización, de vuelta al proteccionismo y con el apoyo de los sindicatos y demás grupos sociales que querían oír esas palabras, ahora, si quiere gestionar adecuadamente la crisis y la economía, deberá renunciar a lo dicho. Pero esto no le resultará fácil si no arregla primero todo lo referente al crecimiento y el empleo, con el fin de marcar las distancias necesarias con los proteccionistas y no provocar que el deterioro de la situación económica lleve a la población a respaldar a quienes aboguen por este tipo de medidas.

Roosevelt se apunto al intervencionismo, al estatismo y al proteccionismo para afrontar la Gran Depresión y lo único que consiguió fue alargarla hasta el punto de que la economía estadounidense sólo se recuperó gracias a la Segunda Guerra Mundial. Clinton, en cambio, se decantó por la apertura, la liberalización y la reducción del Estado y del intervencionismo, a pesar de sus errores que dieron lugar a la crisis subprime y la economía estadounidense conoció el periodo de más largo y más intenso crecimiento de toda su historia, con pleno empleo. Estos son los dos modelos entre los que Obama tiene que optar. De cual sea su elección dependerá su éxito o su fracaso como presidente en la gestión de la crisis y de la economía.

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