Menú
Emilio J. González

Constitución económica: una reforma imprescindible

La Constitución española de 1978 no contiene una constitución económica, en el sentido de definir explícitamente un modelo económico. Afortunadamente, porque implícitamente sí que lo define: es un modelo de naturaleza intervencionista, en el cual los poderes públicos pueden hacer y deshacer a sus anchas, casi con la única limitación de pasar a una sociedad planificada de tipo comunista. Por lo demás, cualquier cosas es posible, como se han encargado de demostrar tanto la realidad como las interpretaciones del texto que ha hecho el Tribunal Constitucional, en general para mal de la economía española.

Que la Constitución sea como es en materia económica es fruto de que entre quienes se sentaron a negociarla no había verdaderos liberales, ni siquiera Miguel Herrero de Miñón, que en su momento presumía de ello. Por el contrario, el denominador común de los siete padres de la Carta Magna era su desconfianza hacia el mercado y su creencia en el poder salvador del Estado para resolverlo todo, cosa que no es de extrañar teniendo en cuenta que, a su manera, en la España de 1978 no había partido alguno que defendiera verdaderamente la economía de mercado. Por el contrario, desde Alianza Popular hasta el PCE, todos creían y confiaban en el Estado. Las diferencias eran simplemente de grado respecto a qué espacio había que dejar a la iniciativa privada y cuál era el que le correspondía a la pública, que para los padres constitucionales era y debía de ser muy amplio, como en toda socialdemocracia que se preciara. Este carácter, sin embargo, luego fue muy matizado a favor del mercado cuando España ingresó en la Unión Europea y tuvo que asumir la normativa comunitaria que, al menos en teoría, aboga por la libertad económica y la competencia en los mercados.

La Constitución reconoce derechos económicos fundamentales, como la libertad de empresa y el derecho a la propiedad privada, pero también abre un amplio espacio para la intervención del Gobierno, incluso en esos derechos, que el Ejecutivo no ha dudado en utilizar cuando le ha parecido conveniente. De ello resultó la expropiación de Rumasa, para beneficio de los amigotes de Felipe González, sin que haya mediado hasta ahora una explicación real de los motivos, más allá de los que muchos interpretan: que fue un puñetazo sobre la mesa de Felipe González dado en las costillas de José María Ruiz Mateos, para dejar bien claro a la clase empresarial y financiera española que aquí quien mandaba era él y que pobrecito del que se atreviera a oponerse a sus designios. Así surgió la connivencia entre empresarios, banqueros y poder político que tanto daño hizo a nuestro país en los trece largos años de felipismo. Un ejemplo más reciente se encuentra en lo sucedido en torno a Endesa, con el Gobierno de Zapatero haciendo y deshaciendo a sus anchas, para favorecer a unos y perjudicar a otros sin tener en cuenta que Endesa era una empresa privada propiedad de sus accionistas que no podía formar parte del juego político ni de los compromisos contraídos por Moncloa con el tripartito catalán. Lo ocurrido fue un escándalo en muchos sentidos, pero podría caber dentro de los márgenes de actuación que la Constitución abre al poder político.

Sí, como vemos, la propia Carta Magna ya es nefasta para la economía española, mucho más lo es la interpretación de la misma que hizo el Tribunal Constitucional en la década de los ochenta cuando, por su cuenta y riesgo, decidió tomar las riendas del proceso constitucional en vista de que Felipe González tenía una idea de una España con un poder central fuerte, que cabe en la Constitución, y unas autonomías más débiles a las que no había por qué haberles traspasado tantas competencias y tanto poder como se ha hecho (en gran medida, por obra de un TC que ha jugado siempre a favor de las autonomías y en contra del Estado central, en muchas ocasiones con una lógica que supera los límites de lo racional para entrar en el terreno de lo absurdo).

Así, ¿en que cabeza cabe pensar que el Estado no pueda articular una política nacional de suelo para resolver el problema de la vivienda porque el TC decidió que ésa era una competencia exclusiva de las autonomías y que, por tanto, el Gobierno no podía ni tenía nada que hacer? Pero, oiga, que la propia Constitución reconoce al Estado la capacidad de ordenación de la economía y el TC, sin embargo, se la ha arrebatado siempre que ha podido. Pues lo mismo que sucedió con la ley del suelo pasó con otras leyes económicas tan importantes como, por ejemplo, la de comercio, dando lugar a la ruptura del mercado nacional y a la aparición de diecisiete reinos de taifas con normativas propias y específicas para cada uno de ellos, que conllevan importantes costes económicos y alimentan todo tipo de corrupciones y caciquismos, ya sean nacionalistas o personalistas. Por no hablar de lo referente al agua, que impide la distribución entre distintas regiones de un recurso tan necesario para la vida y el desarrollo económico y que en España abunda en el norte y escasea en el sur y el sureste.

Con una interpretación distinta de la Constitución, la Generalitat no podría multar a las empresas que no rotulen en catalán porque, entre otras cosas, eso va contra uno de los derechos constitucionales fundamentales, el de libertad de empresa. De la misma forma, no se podría imponer la inmersión lingüística ni obligar a quien quiera trabajar en determinadas administraciones regionales y locales a hablar catalán o vasco cuando la constitución reconoce la libertad de trabajo y de oficio y al castellano como lengua oficial del Estado. Impedir a una persona el acceso a un puesto de trabajo por no hablar catalán o vasco vulnera ese derecho pero mientras no se diga lo contrario, las interpretaciones que se han hecho de la Constitución puede que lo permitan. Veremos qué dice ahora el TC respecto al nuevo Estatuto Catalán y su imposición al conjunto del Estado de determinados porcentajes de inversión pública en Cataluña.

Tanto papel de los poderes públicos, sobre todo autonómicos y locales, al final tenía que degenerar en la corrupción, algo consustancial a la existencia de la Administración Pública y que es mayor cuanto más poder tiene el sector público. La corrupción urbanística es fruto de este modelo; la politización de las cajas de ahorros, con sus nefastas consecuencias que ahora están saliendo a la luz a raíz de la crisis financiera, también, por poner tan sólo dos ejemplos de lo que es parte de la triste historia económica de la democracia española.

Siguiendo el modelo corporativista socialdemócrata, o franquista, que para el caso viene a ser más o menos lo mismo, la Constitución impone la negociación de prácticamente todo lo que tenga que ver con la economía con los agentes sociales –sindicatos y patronal–; unos agentes sociales, sobre todo las centrales sindicales, con los que buena parte del país ni se identifica ni se siente representada. Aún así, los agentes sociales se sientan en la mesa a negociar con el Gobierno cosas que, en el mejor de los casos, sólo deberían ser comunicadas y consultadas, pero no consensuadas. Si el Parlamento, de acuerdo con nuestra Constitución, es el depositario de la soberanía popular, ejercida a través del voto, basta con que las Cortes aprueben algo para que ese algo cuente ya con toda la legitimidad precisa, sin que tenga que ser negociado y aprobado previamente por sindicatos y patronal. Otra cosa es que, por razones de estrategia, en un momento determinado al Gobierno de turno le convenga sentarles a su mesa para acordar ciertas medidas. Pero de ahí a tener que negociarlo prácticamente todo hay una distancia muy amplia que en España ha provocado la imposibilidad de aprobar reformas tan importantes y necesarias como la del mercado de trabajo o la de la pensiones, a causa de la oposición sindical a medidas como el abaratamiento del despido, la movilidad geográfica de los trabajadores o la reducción del peso del Estado en el sistema de pensiones.

En consecuencia, el contenido económico de la Constitución y las interpretaciones que se han hecho del mismo distan mucho de ser las que necesita una economía moderna: es necesaria su reforma, entre otras cosas para dejar bien claro de una vez por todas qué es competencia del Estado y qué debe y puede hacer el Gobierno central para resolver problemas socioeconómicos tan importantes como el de la vivienda, el agua o el empleo –en donde la normativa autonómica juega en contra de las soluciones adecuadas– pero también para poner coto a los excesos que cometen y han cometido los distintos Gobiernos en lo que se refiere a derechos económicos fundamentales. Sólo así podremos sacar adelante las reformas que se necesitan para que ni el paro ni las pensiones sean un quebradero de cabeza y una fuente de disgustos en los próximos años.

Temas

En España

    0
    comentarios