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Emilio J. González

Empresas huérfanas

La diplomacia española nunca se ha caracterizado por defender con entusiasmo los intereses de las empresas en el exterior, pero, al menos, cuando se producían cosas de este tipo, actuaba.

Una de las principales misiones de la política exterior de cualquier Gobierno de cualquier país moderno en estos comienzos del siglo XXI la defensa efectiva y eficaz de los intereses económicos y empresariales del país en el resto del planeta. Esto lo saben muy bien en Estados Unidos y en Europa. En España, en cambio, las empresas están desamparadas por obra y gracia de una acción exterior basada en unos postulados ideológicos trasnochados que las deja completamente expuestas a las veleidades o intereses de cualquier otro país, como si las compañías con pasaporte español no fueran importantes, no representaran los intereses de la Nación fuera de nuestras fronteras, no actuaran allí en cierto modo como embajadores de España con todo lo que ello significa.
 
Repsol acaba de ver como la empresa pública argelina Sonatrach la expulsaba del principal proyecto que la petrolera tenía en el país magrebí, con consecuencias negativas para otra compañía de pasaporte español, Gas Natural, quien, a raíz de la decisión de los argelinos, ha perdido su presencia allí. La forma en que ha actuado Sonatrach es alto discutible puesto que vulnera el derecho internacional. Pero lo más grave es que lo que ha sucedido no sólo es fruto de la política exterior y energética del nuevo presidente francés, Nicolas Sarkozy, que tiene muy claro cuáles son los intereses estratégicos de su país; es, también, que el Gobierno sabía lo que iba a ocurrir desde finales del pasado julio y no ha hecho nada para impedirlo. Es más, cuando saltó la noticia, la respuesta del Ejecutivo, en lugar de ser rápida y eficaz, tardó en llegar, dejando bien clara la debilidad de la posición exterior de España y la falta de predisposición a defender los intereses económicos españoles en el extranjero.
 
Aquellos polvos trajeron estos lodos. Así, cuando Zapatero y los suyos fueron incapaces de reaccionar adecuadamente cuando el presidente de Bolivia, Evo Morales, nacionalizó los hidrocarburos de Repsol y otras multinacionales en el país andino, el Gobierno no mostró mucho interés en cambiar las cosas, a causa de los fundamentos ideológicos de su política exterior, y en vez de actuar como requerían las circunstancias, poco menos que dejó hacer. Esto dio alas a Argentina para que su presidente, Nestor Kitchner, se planteara una operación similar con YPF, la pata argentina de Repsol, o a que el nuevo presidente de Ecuador, Rafael Correa, trame algo similar respecto a Telefónica. Mientras, España es incapaz de dar respuesta a países que cuentan, o contaban, mucho menos que el nuestro en el contexto internacional. Por desgracia, no sólo es en este tipo de naciones, marcadas por el populismo, donde las empresas españolas reciben palo tras palo en sus carnes. En Estados Unidos, Cintra asiste atónita a los intentos de la autoridad de transportes de Texas de retirarle una concesión que tenía prácticamente adjudicada por dicha autoridad, en el Reino Unido Ferrovial afronta serios problemas con su filial de gestión aeroportuaria BAA… Y el Gobierno, ni dice una palabra ni hace nada de nada.
 
La diplomacia española nunca se ha caracterizado por defender con entusiasmo los intereses de las empresas en el exterior, pero, al menos, cuando se producían cosas de este tipo, actuaba. Ahora, directamente, se deja hacer a todo el mundo y eso no es bueno porque el mensaje que está enviando nuestro Gobierno es que las multinacionales españolas están desasistidas, huérfanas de la lógica y necesaria protección del Ejecutivo, y cualquiera puede hacer con ellas lo que se le pase por la imaginación. Así no se construye un país; así se destruye.
 
 

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