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Emilio J. González

Más vale tarde que nunca

El presidente de Estados Unidos, George W. Bush, ha anunciado que castigará con penas de cárcel a quien maquille la contabilidad de las empresas. La decisión del presidente norteamericano es acertada, puesto que la ingeniería contable que en el pasado sirvió a muchas compañías para presentar unos resultados tan excelentes como ajenos a la realidad hoy ha dado lugar a una crisis de confianza sin precedentes en los mercados de valores de todo el mundo. Y las economías de mercado no pueden funcionar sin unas bolsas eficientes que lleven el dinero de los ahorradores a las empresas para que éstas puedan financiar sus planes de inversión. No obstante, hay una cuestión sorprendente en este asunto y es que hasta ahora no estuviera castigado con la cárcel el maquillaje contable puesto que, en cierto modo, no deja de ser una estafa. Esto es, los ejecutivos de una empresa informan a los accionistas y al mercado que las cuentas son unas y esta información determina el valor de la acción en Bolsa, y luego resulta que las cuentas son peores, de forma que eluden su responsabilidad como administradores ante los dueños de la compañía, y cuando la verdad sale a la luz, los accionistas pierden bastante dinero mientras los ejecutivos se han llevado a su casa sueldos millonarios y enormes beneficios en forma de “stock options”.

El ejemplo de Bush, por tanto, debería llegar también a otros países cuya legislación no contemple el maquillaje contable como un delito de cárcel. En España, además, habrá otra reforma, la de la ley de OPAs, después de lo que ha sucedido en casos como la adquisición de una parte de Vallehermoso por Sacyr, de Metrovacesa por Bami y de Dragados por ACS. En todas estas operaciones, producidas en un breve espacio de tiempo, el comprador no ha tenido que lanzar una OPA sobre el cien por cien del capital de la empresa adquirida. Le ha servido con hacerse con un paquete de acciones próximo al 25%, de forma que los accionistas minoritarios han visto como la compañía en la que han invertido ha cambiado de gestor y de accionista de referencia sin que nadie les haya preguntado y, ni mucho menos, sin obtener los beneficios que depara una OPA para ellos cuando alguien quiere controlar una empresa.

Esta situación debe cambiar, y más en unos tiempos como los actuales, caracterizados por una profunda crisis de confianza en los mercados de valores, que aleja el dinero de las Bolsas. Los accionistas ya no quieren saber nada de imperios empresariales ni de planes imposibles; también están abandonando sus actitudes de pasividad para pedir cada vez más cuentas a los gestores de las sociedades en las que tienen acciones. Por ello, el círculo tiene que completarse ahora con una defensa eficaz de sus intereses en operaciones de concentración. Y esta defensa sólo será posible si se impide que alguien pueda hacerse con el control de una empresa adquiriendo menos de la cuarta parte de su capital, para tomar después las decisiones que le convenga al nuevo propietario. Eso es despreciar a las otras tres cuartas partes, algo que no permite la legislación mercantil y que, dada la atomización de la propiedad en forma de acciones, exige una reforma de la ley de OPAs para que la defensa de los intereses de los minoritarios sea efectiva.

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