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Emilio J. González

Menos parches, más soluciones

La reforma de los sistemas públicos de pensiones es una necesidad imperiosa para los países de la Unión Europea. En unos casos, como Alemania, el problema es más grave y exige la adopción de medidas urgentes; en otros, como España, aún hay tiempo para enderezar la situación; en todos ellos es necesario hacer algo. El origen del problema es la evolución demográfica de los Quince. Europa envejece y eso supone una presión creciente sobre los presupuestos públicos a través de las partidas de pensiones y sanidad.

Si no se toman medidas, el equilibrio presupuestario peligra, con consecuencias desastrosas para las economías: los tipos de interés subirían, con lo que se frenaría el crecimiento económico y la creación de empleo. Ésto, a su vez, se traduciría en menores ingresos tributarios y por cotizaciones sociales, con lo que el déficit volvería a ampliarse. Este círculo vicioso, por tanto, entraña muchos riesgos que hay que evitar a toda costa. Por otra parte, es lógico que los pueblos aspiren a mejorar su bienestar a lo largo del tiempo, incluso cuando llega la edad de la jubilación. En sociedades como las europeas, en las que los pensionistas suponen un porcentaje cada vez mayor de la población total, esas aspiraciones se pueden traducir con suma facilidad en presiones sobre los Gobiernos para aumentar el gasto público en pensiones. Y la experiencia enseña que los políticos tienden a ceder a ellas para ganar votos, sin pensar en las consecuencias futuras de tales decisiones.

Éstas son las coordenadas reales del problema. Pero las propuestas para resolverlo distan mucho de ser la panacea para sanear los sistemas públicos de pensiones. En España, el fuerte crecimiento de la ocupación a lo largo de los últimos cuatro años ha retrasado el problema. Más cotizantes a la Seguridad Social significa más ingresos, con lo que la quiebra del sistema, prevista para 2010, se ha retrasado, como mínimo, en un decenio. Esto ha abierto un margen de maniobra muy importante para resolver los problemas. Pero las propuestas que están encima de la mesa hablan de reducir la pensión a la que una persona tendrá derecho cuando se jubile --el aumento del periodo de cómputo de la pensión-- o de incrementar las cotizaciones para pagarse una pensión --el salario diferido o sustitución de subidas salariales por aportaciones de la empresa a planes de pensiones colectivos--.

Sin embargo, nadie habla de un verdadero cambio de modelo, en el que se reconozcan los derechos adquiridos y se permita a los más jóvenes salir del sistema público de reparto, en el que las cotizaciones presentes pagan las pensiones actuales, para pasar a otro de capitalización, en el que las aportaciones presentes de un individuo financiarán su pensión futura. En las reuniones que mantienen actualmente el Gobierno, los sindicatos y los empresarios, éste asunto ni se plantea. En la UE ocurre tres cuartos de lo mismo.

El presidente del Gobierno, José María Aznar, quiere que el asunto de la reforma de las pensiones se trate este jueves y el viernes en la Cumbre de Estocolmo. La Comisión Europea y el Banco Central Europeo también lo piden. De hecho, ambas instituciones llevan dos años presionando para que los Gobiernos europeos hagan algo. Pero nadie propone soluciones concretas; en el mejor de los casos, todo son parches y fórmulas para racionalizar los sistemas de reparto actuales. Pero cuando el número de pensionistas respecto al de cotizantes no para de crecer, estas soluciones, aunque necesarias, no son más que pan para hoy y hambre para mañana. El problema es de un calado mucho más profundo y, por tanto, requiere propuestas de calado, no meros retoques que alivian el impacto de la crisis pero la cierran en falso.

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