La segunda mitad de la década de los noventa se caracterizó por el esfuerzo de los países industrializados para sanear sus cuentas públicas. Los líderes políticos de entonces habían aprendido las lecciones derivadas de la crisis económica de 1992-1993, la peor desde la crisis del petróleo de 1973, entre ellas que los desequilibrios presupuestarios contribuían a crear el caldo de cultivo para las recesiones, amplificaban sus efectos y ponían muchas piedras en el camino de retorno al crecimiento. Así es que el péndulo giró hacia el lado de la estabilidad fiscal, de forma que los Estados Unidos de Clinton pasaron de los números rojos al superávit presupuestario y los europeos se pusieron muy serios con este asunto mediante los criterios de convergencia del Tratado de Maastricht y, luego, el Pacto de Estabilidad de la Unión Monetaria. Pero con el cambio de gobiernos y de siglo, parece que el rigor fiscal se ha convertido en papel mojado.
En Estados Unidos, el saldo presupuestario ha vuelto a escribirse con números rojos por culpa de las políticas de aumento de gasto, acompañadas de recortes de impuestos, aprobadas por el presidente Bush. Por ello, el presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, ha dicho que nada de nada de recortes de los tipos de interés mientras haya déficit porque esa combinación sería letal para la estabilidad de precios. Por supuesto, se puede criticar si la política monetaria debe utilizarse o no para estimular el crecimiento económico, pero lo cierto es que la relajación fiscal se ha comido el margen para utilizar el precio oficial del dinero abierto por la extensión de la Nueva Economía en EEUU. En consecuencia, la política económica norteamericana retorna a las verdades clásicas; lo malo es que lo hace al lado negativo, lo que puede resultar bastante nocivo para una reactivación económica parada desde julio.
La Unión Europea, por su parte, ha aprovechado la primera oportunidad que se le ha presentado de olvidarse de las buenas maneras presupuestarias. Portugal ha superado con creces el límite del 3% del PIB establecido en el Pacto de Estabilidad, como ha puesto de manifiesto el nuevo Gobierno de centro derecha nada más llegar al poder y encontrarse con lo que había de verdad, que los socialistas habían maquillado como habían podido mientras habían ocupado el poder. A su vez, Francia no hace más que retrasar una y otra vez el momento de alcanzar el equilibrio presupuestario, por mucho que diga el Pacto al respecto. Pero lo peor de todo es el caso de Alemania, que impuso el Pacto de Estabilidad a los demás miembros del euro y ahora puede darle el tiro de gracia. La causa es la nefasta política económica del canciller Gerhard Schroeder, que se embarcó en programas de recortes de impuestos sin haber reformado el gasto público y en cuanto empeoró la coyuntura económica el déficit fue a más, como había advertido el Banco Central Europeo que iba a suceder.
El Pacto, sin embargo, contiene una excepción al cumplimiento de la exigencia fiscal, que es un aumento del déficit por causas circunstanciales. Schroeder pretende que las inundaciones de este verano son esas causas para justificarse ante sus votantes y ante el resto de Estados miembros de la unión monetaria. Pero el presidente del BCE, Wim Duisenberg, en una de las pocas intervenciones serias desde que ocupa su cargo, ha respondido a Alemania que se deje en paz de historias y cumpla lo que tiene que cumplir porque, en caso contrario, se acabó el Pacto de Estabilidad y la poca credibilidad que tiene el euro, y tiene toda la razón del mundo. Lo malo es que los germanos no van a hacer nada al respecto hasta que pasen las elecciones de octubre y después ya se verá, según quién gane y con qué mayoría.
En cualquier caso, empiezan a correr de nuevo malos tiempos para la estabilidad fiscal a ambos lados del Atlántico. Si no hay una reacción al respecto, EEUU y la UE volverán a las andadas y las cosas no están para esas alegrías.
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