La decisión del presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, de que finalmente se apruebe la subida del salario mínimo interprofesional (SMI) que quería el ministro de Trabajo, Jesús Caldera, frente a la negativa del vicepresidente económico, Pedro Solbes, supone acercar la política económica y la credibilidad de la economía española a un terreno muy peligroso.
Solbes rechazaba el incremento del SMI porque puede tener unas consecuencias inflacionistas innegables, ya que puede provocar una subida salarial más allá de lo deseado que las empresas podrían terminar por trasladar a los precios. Y eso se produce en un país que termina 2004 con una inflación del 3%, presionada al alza por la cotización del crudo, que puede encontrarse en 2005 con que los tipos de interés que fija el Banco Central Europeo, en vez de subir, como nos convendría para frenar las tensiones inflacionistas, acaben por bajar para compensar el efecto de la fortaleza del euro y tratar de atajarla. En este contexto, lo menos adecuado para restaurar la estabilidad de precios es aprobar medidas como la subida del SMI. Solbes lo sabe. Por eso mismo, el vicepresidente económico se negó en rotundo a que el precio de los billetes de Renfe se incremente el 6% en 2005, como pretendía la ministra de Fomento, Magdalena Álvarez. Sin embargo, la opinión de Zapatero es otra. ZP piensa más en términos de cortoplacismo y demagogia económica y ha actuado en consecuencia, sin pararse a pensar en las nefastas consecuencias que su decisión va a tener para el futuro de la economía española.
Las consecuencias son perniciosas porque, además de lo que representa la subida del SMI en sí misma para la inflación, la decisión conlleva una pérdida de credibilidad de la economía española en un doble sentido. Por un lado, los esfuerzos de Solbes y su equipo por lanzar mensajes de tranquilidad y confianza, de retorno a la estabilidad, caen en saco roto cuando después se producen cosas como ésta. Semejantes hechos no pasan desapercibidos para nadie, ni para los mercados, ni para las empresas, ni para los agentes sociales, todos los cuales incorporan en sus expectativas si la política económica es creíble o no y actúan en consecuencia. Y ahora esa política es menos creíble que antes de que se celebrara el último Consejo de Ministros del año.