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La crisis de la Isla Perejil ha dado lugar a efectos colaterales. Quizás por escaso interés informativo, casi ninguna de las recurrentes encuestas televisivas de calle se han referido a la opinión española. El interés informativo se ha centrado en las opiniones de los marroquíes residentes o en tránsito. Es probable que tenga la lógica de la curiosidad, pero también parece entrañar cierto complejo de inferioridad políticamente correcto. No es baladí señalar que ya ha empezado a funcionar cierta campaña para denunciar la inmundicia patriotera de juan español.

Una segunda curiosidad es que, en lo relacionado con Ceuta y Melilla, se han ofrecido opiniones de “representantes de la comunidad musulmana”. A uno le sorprende esta recaída, casi sin excepción, en el más furibundo clericalismo de los medios de comunicación. Nadie en su sano juicio democrático emitiría declaraciones de representantes de la “comunidad cristiana”. Tal cosa como una “comunidad” no existe en una democracia. Menos en la musulmana donde no hay jerarquías. Establecer opiniones desde una representatividad religiosa es fundamentalismo.

Las opiniones vertidas han sido muchas de una exquisita prudencia, y bastantes otras de carácter muy lesivo para la integridad territorial. Por supuesto, la opinión generalizada de los marroquíes es que Perejil es de dicha nación, pero también Ceuta y Melilla. No sólo. Uno de los opinantes explicó con claridad que Canarias es marroquí, porque “está más cerca de Marruecos que de España”. No voy a entrar en la chusquedad del argumento.

La mayoría de las opiniones muestran que la inmigración no se viene desarrollando con ninguno de los criterios conocidos de integración, sino dentro de la más estricta miopía y de la más absoluta estupidez. Por esta línea tendremos en el futuro un lobby contra los intereses nacionales. La inmigración, como se sabe, no está relacionada, aquí y ahora, con el contrato de trabajo, pero además, a los inmigrantes ni les explican ni se les exigen normas básicas de convivencia –verbigracia, la no discriminación por razón de sexos– ni principios constitucionales. La entrada en una nación implica la aceptación básica del contrato social subyacente. A mí me parece lógico que los inmigrantes conozcan la Constitución y la acepten de manera explícita. Y el que no, que no entre.

En España

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