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La conspiración, 1,
La conspiración, 2 y
La conspiración, 3

El odio a España, como ámbito de libertades, corre parejo al odio a Aznar, quizás porque éste ha sido incapaz de introducir las reformas en la ley electoral que modificaran los errores de las cesiones de la primera transición y ha dejado la segunda inédita. Pero lo cierto es que en el panorama actual el único dirigente con un discurso nacional es el actual presidente del Gobierno.

En medio de adulaciones de su entorno, dedicado a las relaciones internacionales con cierta pérdida del sentido de la realidad, no han sido pocos los errores de Aznar en su primer año de mayoría absoluta con enervante tendencia al quietismo. Su curiosa fórmula de limitación de mandatos –en todo caso, debía haber sido reforma constitucional– ha hecho que en su partido no existan en el momento actual candidatos alternativos de suficiente fuste, y que los tiempos marcados sean un suicidio para su partido, pues el cabeza de lista no tendrá con un año tiempo para recuperar el perdido ni podrá sacudirse el sambenito de la nominación digital, de cierto halo de chambelán aznarista.

Pero, por encima de tales consideraciones, está el hecho de que han cambiado, en el sentido de la doctrina Rajoy, las circunstancias. No son los resultados vascos, sino su interpretación al servicio de una conspiración de alto calado, que puede echar por tierra todo lo conseguido en la transición, lo que implica el cambio sustancial del escenario, de forma que una alianza de un PSOE minoritario con los partidos nacionalistas representaría la defunción de la Constitución y la España plural. Las cosas como son.

Al Partido Popular sólo le sirve en la próxima cita ganar por mayoría absoluta, pues los últimos años impiden la reedición de los apoyos de la primera legislatura, que además serían indeseables cuando, se quiera ver o no, la independencia está en el programa y en la agenda del actual gobierno vasco. Estratégicamente, el sustituto de Aznar tendría que estar en condiciones de lograr ese objetivo. Los tiempos, al margen del voluntarista “no toca”, juegan en contra del hipotético heredero. Además, tendría que asumir el discurso nacional ahora personalizado en Aznar. El autodescarte de Rato, la fijación al escenario vasco de Jaime Mayor Oreja, la necesidad de que los presidentes autonómicos repitan para consolidar resultados (en la apreciación de que Alberto Ruiz Gallardón tiene mucho de caballo de Troya a favor de la conspiración de la troika: Arzalluz, Polanco y González), hacen más que dudoso encontrar un recambio con garantías (dejo fuera del análisis a Javier Arenas, el que más nervioso está pujando con notable desacierto).

Aznar deber volver a presentarse como candidato porque así lo imponen las circunstancias, y porque el valor de la estabilidad nacional, con lo que conlleva aquí y ahora para la libertad personal, concreta, es superior a la palabra dada o al beneficio renovador implícito en toda limitación de mandatos. Porque es su discurso nacional el que se testará en las próximas elecciones y carece de sentido que no acuda a la cita.

No ha fracasado la política de firmeza, pero hay un interés inusitado en decir que lo ha hecho. Tal obsesión no puede ser otra cosa que un intento de inducción para que en efecto fracase. Aznar no puede ni debe sustraerse a su responsabilidad.

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