Arabia Saudí tuvo especial interés en radicalizar con su modelo a los grupos de inmigrantes en las naciones occidentales. Financió más de mil quinientas mezquitas de un modelo estándar para evitar peculiaridades nacionales. Las convirtió en centros asistenciales. En los países musulmanes se inmiscuyó en las relaciones entre la sociedad y el Estado, poniendo en evidencia a éste. ¡Proceso de globalización religiosa! La familia real buscaba establecer su hegemonía sobre todo el Islam. “Su objetivo era, al mismo tiempo, hacer del Islam una figura de primera línea en la escena internacional, que sustituyera a los nacionalismos derrotados, y reducir las formas de expresión plurales de esta religión a las creencias de los señores de La Meca. Gestores de un inmenso imperio de beneficencia y caridad, el poder saudí pretendía legitimar la prosperidad que se identificaba con el maná divino, porque se producía en la Península donde el profeta Mahoma había tenido la Revelación”. Un argumento definitivo para el fundamentalismo providencialista.
Estos sueños de califato encontraron un serio escollo en Jomeini. El liderazgo alcanzado por la revolución iraní hizo que ajustaran viejas cuentas. Los saudíes habían destruido como objetos de idolatría las tumbas de los primeros imanes y la de Fátima, la hija de Mahoma y esposa de Alí, venerados por los chíies. El ayatolá acusó a la familia real saudí de lujo desmedido e hipocresía; “rigoristas, pero al tiempo proveedores de petróleo de Occidente”, de Estados Unidos, calificado por el ayatolá como “gran Satán”. Jomeini se dispuso a plantear la batalla en el propio corazón del Islam. Saudíes opositores a la familia real se hicieron fuertes en la Gran Mezquita, y las fuerzas saudíes tardaron una semana en reducirlos. No se pudo demostrar que Jomeini estuviera detrás. Pero en cada peregrinación, hajj, la que los piadosos musulmanes han de hacer una vez en la vida, los iraníes hacían propaganda de la “revolución islámica”.
El jomeinismo puso en marcha algunas estrategias, entonces fracasadas, pero que abrirían sendas de imitación. Intentó, para agradecer su asilo, exportar la revolución a los inmigrantes en Francia contra los “satanes occidentales”, lo que se tradujo en una primera ola de atentados. Creó y financió el grupo Hezbolá en el Líbano con la comunidad chií, ayudando a destruir lo más parecido a una democracia en el mundo árabe. Hezbolá fue uno de los primeros grupos en poner en práctica el terrorismo suicida.
El 22 de septiembre de 1980, Sadam Husein invade Irán. Lo considera debilitado en su poder militar por las purgas integristas en el ejército y aspira a abrirse paso hacia el mar. Empiezan una serie de malentendidos y complicidades de esa señora tuerta de la diplomacia. Los saudíes ven el cielo abierto para ajustar las cuentas con el enemigo que les ha plantado cara obligándoles a movilizar todo su clientelismo salafista para evitar el descrédito religioso. Estados Unidos está herido por el secuestro de sus diplomáticos en la embajada y por la retórica diabolizadora de los jomeinistas. Llueven, pues, las ayudas a un Husein en acelerado proceso de conversión del baasismo exagerando sus muestras de devoción al integrismo, pues Jomeini lo tilda de “apóstata” e “irreligioso”. La guerra entre Irán e Irak quedó en tablas, pero provocó el “martirio” de toda una generación iraní, lanzada como carne de cañón, y dejó a Husein con un sistema económico inviable y un ejército elefántico y bien pertrechado.
Con un Teherán debilitado, en el hajj de 1987, la policía saudí rodeó a los peregrinos iraníes y mató a cuatrocientos. Jomeini, meses antes de su muerte, trató de recuperar su papel central en el mundo islámico con un golpe de efecto. Emitió una fataw condenando a muerte a Salman Rushdie, autor de Versos satánicos, considerado blasfemo por sus referencias a las mujeres de Mahoma. Al atacar de forma directa la libertad de creación y de expresión, atacaba la base de los valores occidentales, al tiempo que recreaba la idea de Dar el Islam, implicando en ella a los grupos musulmanes de Occidente. Demostraba su dominio, basado en la religión, sobre ellas. En varios lugares, las manifestaciones terminaron con quemas de libros, recordando los tiempos nazis; los saudíes intentaron promover una acción jurídica para lograr la censura del libro, y en Londres los manifestantes musulmanes corearon gritos a favor de la fataw y del asesinato del escritor. El integrismo triunfaba en las mismas entrañas de Occidente, en la misma ciudad que un día fuera el símbolo de la resistencia al nazismo.
La invasión de Afganistán por los rusos intensificó la dependencia de la estrategia norteamericana respecto a los intereses de Arabia Saudí, mediante una nueva fórmula de amistades basadas en enemistades comunes. Los soviéticos, dispuestos a mantener un gobierno comunista tambaleante, estaban preocupados por el riesgo de contagio integrista en sus repúblicas musulmanas, y Arabia Saudí se sintió amenazada. Acudió con financiación abundante a socorrer a los mujaidines. Estados Unidos no fue difícil de convencer: suministrando armas y entrenamiento a los afganos debilitaba, en el mundo bipolar de entonces, a su principal enemigo y además, tal como explicaron los saudíes, recuperaban crédito en las naciones árabes, se exorcizaban de la satanización trasladándosela a los soviéticos.
El enlace clave en esa estrategia fue Osama ben Laden. La consideración reiterada de que fue un hombre de la CIA no refleja con exactitud cómo sucedieron los hechos. Ben Laden fue el hombre de la familia real saudí en Afganistán. El dinero de la petromonarquía sirvió para trasladar a voluntarios de todo el mundo musulmán para participar en la jihad. Por primera vez, integristas de todo el mundo se reunían en número considerable bajo la bandera común del Islam, al margen de las nacionales.
A Estados Unidos le pareció redondo el negocio. Sin pérdidas de vidas humanas, devolvía los agravios de Vietnam, mientras que la onerosa cuenta la pagaba la monarquía saudí. Ben Laden pasó a tener su ejército personal. Desde esas bases, con los radicalizados alumnos de las madrasas, podía poner en marcha un vasto proceso de ingeniería social en Afganistán, y sus internacionalistas empezaron a exportar esa fórmula “pura” del Islam a naciones como Argelia y Egipto. El “señor de la cueva”, pues se hizo construir por ingenieros alemanes varios búnkeres subterráneos, se dispuso a recrear en su propio beneficio el sueño del califato, y a utilizar su fortuna personal para mantener unidos a los jihadistas y formarlos como terroristas suicidas.
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