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Enrique de Diego

El nacimiento del integrismo islámico

Son niños de siete años. Viven internos en las madrasas, escuelas coránicas pegadas a las mezquitas. Visitan a sus padres sólo dos viernes al mes, un detalle que hubiera encandilado a Rousseau. Recitan durante ocho horas el Corán con ritmo monocorde. Las voces de unos y de otros se unen en una confusión reiterativa. De vez en cuando, el mulá corrige su entonación. Han de interiorizar el libro. Para ello, mientras se balancean en la forma semita, cierran los ojos y aprietan los dedos contra la frente como para ayudar a impulsar las Sunnas coránicas hacia su interior. Es un sistema de lavado de cerebro perfecto, pues ni siquiera reciben otro tipo de conocimientos, como matemáticas o geografía. En Pakistán hay 28.000 madrasas.

Con esa educación cercenada, son un grupo interesado en la islamización de la sociedad, pues sólo así encontrarán ocupación. De los hijos de los refugiados afganos de etnia pastún salieron los talibán, “alumnos de madrasa”. En las de Afganistán se han formado un millón de alumnos. Se enseña un Islam reaccionario. Un grupo selecto, las madrasas yihadi, son auténticas escuelas de terroristas, donde se prepara para la guerra santa. Estas madrasas sólo seleccionan a los estudiantes más comprometidos y han formado al menos a cuarenta mil jóvenes dispuestos a morir con tal de defender su fe. Todos habrían efectuado el bait al maut, el juramento de morir por el Islam. Constituyen los canales formativos del integrismo de tercera generación.

El integrismo vio la luz en unos años preñados de utopías y ensoñaciones totalitarias, de promesas de paraísos y filas cerradas de poder absoluto. En muchos aspectos era un fascismo a la musulmana, pues coincidía en el rigorismo moral y en el retorno a los fundamentos, a épocas pretéritas, así como en el antisemitismo (antes de que los judíos recalaran en Oriente Medio), pero tenían un componente internacionalista frente a la fragmentación nacionalista, Dar el Islam, la tierra de los musulmanes, semejante al marxismo-leninismo, con los que comparte su aversión a la pluralidad, a la democracia y a los valores occidentales de libertad personal.

El integrismo nació en Egipto, con Hasan el Banna como ideólogo, cuando en 1928 se fundó la formación Hermanos Musulmanes. Era un momento de desconcierto en el mundo islámico tras la toma del poder turco por Kemal Ataturk en 1924, la apuesta por una Turquía laica con separación entre Iglesia y Estado y el derrocamiento del califato otomano, instancia última político-espiritual de unidad, pues en la religión y en los países islámicos nunca ha habido algo similar al “Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”.

El movimiento, minoritario, convivió bien con la monarquía conservadora del rey Farak de Egipto, un compulsivo devorador de pornografía, pero entró en colisión y durante un tiempo fue barrido por en panarabismo de jóvenes oficiales que tomó el mando en los años cincuenta con los procesos de descolonización. Los ulemas estaban desacreditados frente a estos adalides de la modernización pues, como explica el estudioso Jacques Berque, “para conservar su poder, los ulemas no han rehusado colaborar con los colonizadores: cuando los franceses deponen en 1953 al rey Mohamed V de Marruecos ningún ulema protestó. Bonaparte creó en Egipto un consejo de ulemas”.

La generación que había luchado contra las potencias coloniales y había derrocado a monarquías, tenía una ideología que situaba a la URSS como modelo con las peculiaridades islámicas. Eran nacionalistas y socialistas. Consideraban a los ulemas como retrógrados, retardatarios del progreso que ellos iban a impulsar con métodos colectivistas, de planificación económica y gigantescas obras públicas. Eran también panárabes y fueron los principales animadores del movimiento de los no alineados, como fórmula intermedia o alternativa a un tiempo del capitalismo y el comunismo ateo. Es la generación de los Oficiales Libres de Gamal Abdul Nasser en Egipto, del FLN con Ahmed Ben Bella y Burguiba en Argelia, de Boumedian en Túnez, de Gadafi en Libia, de Sukarno en Indonesia, del partido laico Baas en la Siria de Hafed El Asad y el Irak de Sadam Husein. Prometían eficacia y modernidad, sacar a las poblaciones de su atraso, sin las fórmulas democráticas que odiaban. Una colección de partidos únicos, rodeados desde el primer momento --cada vez más a medida que su fracaso se iba haciendo notorio--, de policías secretas y ejércitos cuyas cúpulas pasaron a ser la élite social, para poder sostenerse en el poder.

La Conferencia de Bandung, del 18 al 24 de abril de 1955, fue su momento estelar. Los nuevos líderes de lo que empezó a llamarse el Tercer Mundo, un concepto inventado en Francia, percibieron una sintonía común al considerar que los países descolonizados partían de la edad de la inocencia. Creían en la capacidad del poder abstracto de las palabras, y abundaron en la generación de conceptos nuevos. Sostenían, sobre todo, la superioridad de la política sobre la economía.

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