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La detención de un nuevo grupo de integristas islámicos plantea la ausencia de una política de emigración basada en criterios de racionalidad y sentido común. No existe, como se pretende, una especie de deber de acogida, fundado en esotéricos complejos de culpa. Ninguna lógica tienen esas campañas a favor de los “sin papeles”, en contra del Estado de Derecho. Los problemas que obligan a emigrar están en los países emisores. Y eso no se resuelve sólo con inversiones, según ese estúpido esquema de que el occidental es el malo y debe por ende adoptar una posición providente, sino con reformas de desarrollo de los derechos de propiedad y políticos.

En cualquier caso, la detención de integristas muestra un error anterior: esos integristas han cruzado nuestras fronteras y se encuentran entre nosotros acogiéndose a los beneficios del sistema para destruirlo. Es preciso discriminar en la entrada, pues ello es lo propio de la racionalidad. Corremos el riesgo no sólo de tener células terroristas, sino de encontrarnos a medio plazo con un medio ambiente integrista, con un lobby de esas características. Hay compasiones peligrosas, políticamente correctas, que no ayudan a nadie. El mínimo de prudencia, ante la situación del mundo y las amenazas de Ben Laden, aconsejan frenar con carácter temporal la emigración musulmana y ser exigentes en la renovación de permisos de residencia.