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Enrique de Diego

Eva Sannum, ¿cuestión de Estado?

El corazón se pone interesante cuando deja de ser intranscendente. El morbo de Lady Di era que afectaba a la monarquía británica. Antes de llegar al gineceo, la modelo noruega Eva Sannum ha empezado a ser cuestión de Estado. Los pocos monárquicos que en el mundo han sido están saliendo por la línea de las esencias, al grito de “no es una profesional” –eso tan curioso y tan despectivo– e incluso de que puede ser nuestra Regente, nuestro Jefe del Estado. Los evidentes encantos de la Sannum deben haber llegado tan hondo que ya se habla de abdicación del Príncipe antes de llegar al trono, se recuerda el caso de Eduardo VIII (al que obligaron a dimitir por sus simpatías nazis, con la excusa de la divorciada Wallis Simpson) y se citan los artículos de la Constitución, aún bajo la Ley sálica en abierta contradicción con el rechazo de la discriminación por cuestión de sexo, con la posibilidad de que los diputados se vean en la obligación de votar a favor o en contra de Eva Sannum o que el Rey deba hacer público su veto, únicas dos vías para evitar la crisis institucional hacia la que nos encamina la noruega. Este revival medievalista merece justas, torneos y juegos de cañas.

Ha llegado, pues, el momento de las gruesas palabras, del honor, y el vale más honra sin noruega que noruega sin honra. Carlos Seco Serrano, al que se supone en connivencia directa con Zarzuela, escribe bajo el título “Privilegio y deber” que “sería inconcebible ver en el Trono que en el último siglo ocuparon, con dignidad perfecta, María Cristina de Austria, Victoria Eugenia de Battenberg –y hoy de manera verdaderamente ejemplar, Sofía de Grecia– a una jovencita avalada por sus “medidas perfectas” –de maniquí. Por supuesto, nunca he creído –dada la sensatez y el exacto sentido de la responsabilidad de nuestro Príncipe– que semejante disparate haya pasado por su mente”. Dejo al margen estos adjetivos tan cortesanos que hacen de la monarquía un sistema algo demodé y el insulto gratuito a una profesión muy digna, con pijos prejucios sexistas, como lo de “maniquí”. Lo de dignidad “perfecta” contradice la esencial imperfección humana (es una contradictio in terminis), pero los ejemplos no están todo lo bien puestos que Seco Serrano pretende. María Cristina es un precedente, en cualquier caso, a favor de la libre opción.

Tras la muerte de Alfonso XII, acatarrada como iba, se acercó al carruaje real el capitán de la guardia y le entregó su pañuelo. Después de sonarse, se lo devolvió. El capitán lo besó. María Cristina le correspondió con una sonrisa. La pasión les llevó a casarse en secreto y luego a una familia numerosa de “Muñoz Borbón”. En cuanto a “Ena” de Battenberg, que nunca fue muy querida por los españoles, su matrimonio con Alfonso XIII no fue precisamente un modelo de buena avenencia. Se envenenaron las relaciones al transmitir Victoria Eugenia de Battenberg la hemofilia a la prole, a pesar de que el rey fue advertido por la corte británica antes de la boda. Las abundantes infidelidades de Alfonso XIII dieron frutos naturales. La ficción matrimonial se rompió con el exilio, en el que Alfonso y la “profesional” Victoria Eugenia se separaron. No me parece que todo esto corresponda a lo que el común de los mortales conoce como “perfección”, en el sentido seco y serrano.

El principio de las profesionales, que defienden los monárquicos de recio abolengo, ha tenido históricamente un sinónimo: consanguinidad. Frente a los criterios estrictos de la Iglesia católica, basados en la Biblia, contra el matrimonio entre parientes, las dispensas no fueron la excepción sino la norma. Desde Enrique IV, sólo Juan Carlos y Sofía no han precisado dispensa. Carlos II, el Hechizado, tenía doce veces el apellido Habsburgo. Rey, por cierto, que a pesar de su abrumadora demencia (para curarse de la impotencia se sometía a esperpénticas sesiones de necrofilia en el pudridero de El Escorial, abrazándose al cuerpo de su padre) prohibió en pragmática los matrimonios “desiguales”, ahora derogada benéficamente por la Constitución de 1978, ante la que los monárquicos oficiales dan rodeos y circunloquios como si hubiera una Constitución histórica que los demás desconociéramos y tocara a ellos administrar.

En el siglo XIX, el Papa León XIII recomendó a las casas reales que se casaran fuera de sus círculos para evitar la degeneración, lo que no fue bien entendido, toda vez que hasta el momento el monarquismo se había basado en la suposición de una predilección divina, reducida a una pequeña casta.

El 61.9 % de los españoles, según una encuesta de Sigma dos, aprobaría que el Príncipe se casara con Eva Sannum. El 83,7 considera intranscendente que no sea aristócrata, el 77 % no da importancia a que haya desfilado en ropa interior y el 84 % considera irrelevante que sea hija de padres divorciados.

Los mismos argumentos “monárquicos” fueron exhibidos contra Isabel Sartorius, por lo que no se trata de un principio nacionalista, sino de la defensa de unas esencias aristocráticas que no se corresponden ni con la letra ni con el espíritu de la democracia y la Constitución. Ya no hay aristócratas y plebeyos, y si eso es la monarquía, a lo mejor es que ésta es irracional herencia de un pasado superado. La mejor prueba del nueve son estos monárquicos de peluca empolvada.

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