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Enrique de Diego

Fracaso, y escisión de Ben Laden

El 2 de agosto de 1990 Sadam Husein invadió Kuwait. Un hecho llamado a tener hondas consecuencias y a afectar al conjunto del movimiento integrista. Los tanques iraquíes sobrepasaron la frontera saudí. Ante la posibilidad de ser invadidos en poco tiempo, la monarquía pidió auxilio a los Estados Unidos. La respuesta internacional aceleró la “conversión” integrista de Sadam que invocó la jihad contra el “satán” norteamericano. Osama ben Laden había ofrecido sus internacionales a Ryad, pero consideró una profanación de la tierra del Profeta, constitucionalmente santa, la presencia de militares “infieles”. Ahí se consumó la escisión.

Detengámonos por un momento a analizar el personaje. La idea de los desheredados de la tierra no tiene nada que ver con él. Nacido en 1957, es uno de los cincuenta y cuatro hijos e hijas engendrados por Mohamed ben Laden, un albañil yemení, que entró al servicio de la corte y escaló posiciones, hasta convertirse “en el mayor empresario de obras públicas del reino y en uno de los primeros de Oriente Medio. Consiguió la concesión exclusiva de la extensión y el mantenimiento de la Gran Mezquita de La Meca, así como todas las autopistas que llevaban a ella desde las principales ciudades del territorio saudí. Cuando en 1968 murió a causa de un accidente, su fortuna alcanzaba los once mil millones de dólares”. Sus hijos fueron educados junto a la familia real.

Osama tuvo la juventud disipada de un príncipe saudí. Se le sitúa como un habitual de las discotecas de Marbella y de Beirut. La imagen de un asceta del desierto, de un piadoso camellero, es la estudiada creación de un personaje. Afganistán fue para él lo más parecido a “sentar la cabeza”. Montó la infraestructura en Pesahwat de los brigadistas, y pronto derivó la estrategia saudí a un componente de liderazgo personal. Saboreó los placeres de la violencia y de esa corrupción moral, de la que hablara Lord Acton, del poder sobre las vidas humanas. Su dinero y sus empresas sirvieron para el intento de exportar la experiencia afgana al resto de países musulmanes, entre los que Arabia Saudí era un objetivo preferente. El asesinato en Mogasdicio, en 1993, de dieiciocho militares norteamericanos forzó, por la presión diplomática, su salida de Sudán, donde se había instalado para infectar el Magreb. En el verano de 1996 volvió a Afganistán, desde donde difundió una fataw de jihad contra los americanos: “Expulsad a los politeístas de la península Arábiga”, situando “la ocupación de la tierra de los dos Santos Lugares como la peor de las agresiones”. En febrero de 1998 creó el Frente Islámico Internacional contra los Judíos y los Cruzados con una fatwa estipulando que “todo musulmán que esté en condiciones de hacerlo tiene el deber personal de matar a los americanos y a sus aliados, civiles y militares, en cualquier país donde sea posible”. Una llamada clara al genocidio sin excepción alguna.

El integrismo, tras el auge en los años ochenta, entró en claro retroceso a lo largo de la década de los noventa. Su intento de toma del poder había fracasado. La intervención de una brigada internacionalista en Bosnia escandalizó a los europeizados musulmanes de esa nación, a la vista de las atrocidades, superiores a las de los serbios. La sublevación de Chechenia, después de una campaña de terrorismo en Moscú, fue contestada por el Kremlin. Sobre todo, el integrismo había ahuyentado a las clases medias piadosas y se había ganado desconfianzas y enemigos, pues nadie podía estar seguro de ser anatemizado. “Estos cuantos miles de jihadistas, apartados del terreno afgano pero imbuidos de su experiencia, se anquilosaron en una lógica político-religiosa sectaria, al margen de las realidades sociales del mundo en el que vivían. La falta de enlaces internacionales de peso y el alejamiento de cualquier movimiento social facilitaron el paso de Ben Laden y de sus acólitos a un activismo del que en realidad ya no se sabía a qué intereses respondía”.

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