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El fútbol ha quedado como el último, y casi el único, reducto del patriotismo. Nunca ha vibrado esta nación al unísono como ante los penaltis parados por Iker Casillas, ante los goles de Raúl y Morientes, ante los pases de Puyol y De Pedro, o ante la última pena máxima de Gaizka Mendieta. No es un fenómeno exclusivo, aunque es insólito el caso del himno español carente de letra. Podía considerarse una banalización del patriotismo. No pueden dejar de considerarse exageradas las reacciones francesas por su temprana derrota, señalándola como síntoma de decadencia, o la depresión argentina al ver esfumarse una de las escasas alegrías que podrían tener los ciudadanos atrapados en el corralito, tras décadas de ineficacia y corrupción.

La primera impresión, desde luego, tiende a escandalizarse ante el hecho de que esa actitud abierta de amor a los valores de la convivencia en el propio territorio haya degenerado en el tribalismo de las hinchadas, pintarrajeadas con los colores de la bandera nacional. Pero si se observa con mayor detenimiento pueden verse aspectos positivos. Esta aparente superficialidad corresponde a un mundo en el que, en principio, al margen de los enloquecidos terroristas, y de algunas pocas naciones, como Corea del Norte, por cierto, los conflictos se sitúan lejos de la violencia. El deporte se presenta, de esa forma, como una conquista democrática, como una de los instrumentos de eliminación de la violencia.

Los equipos son, en muchos aspectos, como ejércitos que compiten, y de hecho tanto la indumentaria uniformada como el propio lenguaje incide en ese trasfondo subliminal. Es sintomático, en esa línea, la obsesión contra el fútbol que tienen los movimientos integristas islámicos.

La confrontación deportiva se mueve en pautas de convivencia, con algunas excepciones execrables. Se ve con facilidad convivir a gentes de nacionalidades diversas, de culturas y razas distintas. Es difícil ver algo similar en cualquier otro ámbito. Los coreanos lo han llevado a sus penúltimas consecuencias con esa curiosa iniciativa de los voluntarios que pasan a ser “hinchas” de un equipo nacional, a ser “compatriotas”. Es una forma de eliminar fronteras.

Un mundial es, además, un claro fenómeno globalizador, que genera una indudable corriente de comunicación, también entre los nacionales. Lo más similar a aquello de la aldea global de Mac Luhan, tan en boga en las facultades de Ciencias de Información de los años noventa, y tan denostado por la izquierda trasnochada. Es el fútbol una materia de la que todos pueden hablar y a través de la que pueden comunicarse las personas con un mínimo esfuerzo.

Un amigo mío vasco se lamentaba de que “no podemos alegrarnos por los goles de España”. En esa reflexión hallamos una de las diferencias entre nacionalismo y patriotismo. El nacionalismo es triste, se establece respecto a un enemigo. Y si España pasa a cuartos, la huelga general puede darse por fracasada. Hasta en eso Aznar está teniendo suerte.

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