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El reino del nacionalismo no es de este mundo. Es, como poco, de la edad oscura. La esotérica propuesta de Ibarretxe I en nombre de los súbditos vizcaínos a Juan Carlos I de Castilla está tan fuera del tiempo que ha provocado reacciones confusas. Ramón Jaúregui ha salido en defensa del rey, Iñaki Ansagasti le ha pedido al monarca que llame la atención a Aznar y Mayor Oreja y Javier Arenas ha considerado que se supera el marco de la monarquía constitucional. Es muy posible que el monarca fuerista al que se dirige el lehendakari sea un presunto rey absolutista capaz de sellar un pacto ignoto en el árbol santo de Guernika con Ibarretxe tocado por la boina roja. Es muy posible que deba rebobinarse aún más e irse hasta el siglo XV cuando los vizcaínos, aliados con el conde de Treviño, vencieron al conde de Haro, en defensa de los derechos al trono de Isabel la Católica. Escaramuza que Arana Goiri tar Sabin consideró clave en la historia y cuya importancia, en todo caso, lo fue para la unidad de España.

La teoría del pacto con la Corona tiene pedigree en el nacionalismo. El medievalismo es más constante que la mitología prehistórica o metahistórica de Aitor. Era conveniente que en estos fastos de autocomplacencia, con tanto padre de la patria y tanta musa de la transición, Ibarretxe saliera para desconcertar al personal. Para dejar claro, al tiempo, que la transición está inacabada. Hay una aldea que resiste a la democracia y sueña con pendones medievales, vasallajes y concordias con el soberano, celebradas con floridas justas. Es la aldea del nacionalismo. Sobre todo, del vasco.

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