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Un joven moldavo de dieciséis años, casi un adolescente, llega de manera ilegal a España. Precisado de sobrevivir se dedica al robo. Es decir, su trabajo profesional es el hurto. Una pequeña motocicleta, un chalet solitario. Poco a poco se especializa en urbanizaciones. Consigue una pistola, en una nación en la que los ciudadanos tienen prohibida la tenencia de armas. Es detenido seis veces. En dos ocasiones se le incoa expediente de expulsión e incluso hay, navegando por las nuevas tecnologías de la burocracia, una orden de detención de la Interpol por un asesinato en Rumania. El susodicho adolescente, ya joven, con un largo historial de hurtos, de asaltos con fuerza, ni ingresa en prisión ni es expulsado.

¿Cuál ha de ser la conclusión lógica que saque ese ciudadano? Impunidad. Haga lo que haga, convertido en un profesional del delito, nunca sucede nada. Además, cuantos más delitos cometa menos posibilidades tiene de ser expulsado, con lo que en “buena lógica”, si es sensato, cometerá el mayor número de delitos. Ha de contarse, además, con la lentitud y la ineficacia del sistema judicial, cuyos funcionarios mantienen posiciones de curioso resentimiento hacia la sociedad, que consideran les paga poco, y subliman a través de elevadas e irresponsables actuaciones tiznadas de progresismo.

Al tiempo, ese ya joven moldavo asiste a bienintencionadas e histriónicas campañas para conseguir que él logre “papeles” de permiso de residencia.

Si el sistema –el Estado de Derecho, el entramado de Policía y Justicia– se empeña en que campe a sus anchas y vive atenazado por extraños complejos de culpa y groseras ineficacias burocráticas, de toda lógica resulta que intente elevar su apuesta en el delito y, proyectando sus propios resentimientos, pues no en vano proviene de una zona donde se le ha formado en el marxismo, trate de hacerse dueño de un chalet, protagonizando una orgía de crimen y de sexo, e incluso enfrentándose después con la Policía a tiros.

Junto a las víctimas, que tratan de salvar su vida y llaman en petición de auxilio, en toda esta historia el único que funciona con lógica es el verdugo. En buena medida, y parafraseando un viejo tópico de esa supina estupidez del intelecto que es el progresismo, es la sociedad la que le ha conducido al asesinato, le ha abierto las vías, se lo ha puesto fácil.

Lo único que funciona en esta tragedia es el móvil (el teléfono) de la señora. Si después de matar al marido, dar por muerta a su esposa y violar a una de las hijas, de no funcionar el teléfono (no funciona tampoco con celeridad el sistema de avisos a la policía), no es descartable pensar que aquel adolescente que vino para robar se hubiera enseñoreado del chalet y de las hijas supervivientes.

Lo que añade más tonos dantescos a esta historia, que puede volver a suceder mañana pues hay mafias en España en medio de la histeria de la izquierda pacata elevando a categoría moral el concepto de inmigrante, es que, al final, no hay nadie responsable, pues todo queda en circunloquios sobre si estaba conectada o no la alarma o sobre si es preciso contratar vigilancia privada en las urbanizaciones, trasladando a los ciudadanos lo que sí es responsabilidad del Estado.

Un Estado que se mete en casi todo, se inhibe en lo que es fundamental. Ni un solo medio ha dado, por ejemplo, el nombre del juez de Coslada que paralizó la expulsión. Ni se ha informado de la respuesta policial a cada una de las angustiosas llamadas. Da lo mismo que un juez actúe responsable o irresponsablemente. Nuestros jueces serán o no independientes, pero gozan de la inmunidad y la impunidad de su sistema de casta funcionarial. En Estados Unidos son tan perversos que eligen democráticamente a los jueces. Por lo menos pueden darse el gusto de enviar a su casa al juez de Coslada y al sheriff...de Pozuelo (y por ende al ocurrente Delegado del Gobierno, Francisco Javier Ansuátegui).

De los centenares de moldavos que están en nuestro país, están contabilizados más de mil delitos. Tocan casi a tres por persona. En muchas de las naciones del Este hubo tal destrozo de la ética del trabajo y del sentido de familia, que una parte de esa inmigración se orienta en exclusiva a la violencia. En lo único que preparó bien el comunismo fue para la milicia y la violencia.

No es preciso puntualizar que una cosa son los inmigrantes y otra los delincuentes, pues lo racista es dar alguna connotación benévola al delito por cuestiones de raza. O se sale de la estupidez, o funciona el sistema, con reformas de fondo, o más pronto que tarde no tendremos necesidad de películas de ultraviolencia y mafias, simplemente las padeceremos. Las estamos padeciendo ya en el Levante: los polígonos industriales son desvalijados cada fin de semana por bandas de exmilitares del Este fuertemente armados.

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