Menú

Una de las peculiaridades del mundo totalitario es el gusto por la sigla. Los campos de exterminio soviéticos se ocultaban bajo la denominación GULAG. El mundo etarra es prolífico en siglas que se citan con ese tono ocultista que tanto gusta a los especialistas. Ekin y Haika no son otra cosa que partes del hólding general. En el fondo son Eh o su núcleo duro. En esto, por imperativos del guión nacionalista, la democracia española ha sido generosa hasta la ternura: admitimos un partido político que da cobertura a la banda terrorista y le pedimos que condene los atentados, que se preparan en sus propias sedes y por sus militantes. ¡No se van a condenar a sí mismos! Entonces, hemos inventado entre todos ese eufemismo, una engañifa, de que “no condenan”, cuando van mucho más allá del apoyo.

En realidad, a día de hoy resulta difícil distinguir entre la kale borroka y el terrorismo estricto, en la misma medida en que resulta difícil distinguir entre Eta y Eh. Lo demás es comentario y elkarrismo. Es una más de las confusiones de la traslación del modelo irlandés, porque aquí entre el partido y la banda no hay ni tan siquiera un reparto de papeles, mucho menos discurso autónomo. Hay una relación jerárquica sobre la base de la dialéctica de las pistolas y los coches bomba. Ese es el error del fallo de la Audiencia Nacional sobre Pepe Rei: Eta no son sólo los pistoleros, sino un hólding dedicado a la extorsión, el amedrantamiento y el asesinato. Para matar, primero se diaboliza.

Cabe felicitar a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado por la celeridad con la que se han producido detenciones relacionadas con el atentado de Logroño. Esto parece indicar un buen momento de los servicios de información. Es también una demostración de que no resultaría difícil no acabar pero si minimizar a Eta: bastaría con erradicar la kale borroka y cortar el cordón umbilical con las levas de las nuevas generaciones. Lo que sucede es que no se quiere. ¿Quién? El Gobierno vasco y el PNV, por supuesto. Lizarra fue la prueba del nueve; Vergara, la escenificación del ridículo.

En Opinión