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Ese es el título de la portada de la revista Época de esta semana, con referencia a la postura del partido socialista, del Bloque Nacionalista Galego e Izquierda Unida en la catástrofe ecológica del Prestige. Titular especialmente justificado tras el desfonde ético del portavoz socialista, Jesús Caldera, capaz de manipular un documento público con tal de intentar dañar al Gobierno, llegando a culparle del hundimiento, como si hubiera querido contaminar las playas gallegas.

En efecto, se llevaba tiempo sin ver una actitud política tan irresponsable y una puesta en práctica del principio relativista de que el fin justifica los medios. Tratar de obtener beneficio de un drama humano, de una catástrofe, es algo impropio, que ha sido depurado en las democracias de más larga trayectoria, donde tales momentos son propicios para la unión, para la búsqueda de soluciones, dejando el debate sobre las responsabilidades para más tarde, cuando los efectos dramáticos hayan desaparecido o se hayan minimizado.

Al margen de los gestos parlamentarios del PP, alguno como el abandono del hemiciclo, excesivo y chocante, los populares han demostrado, por primera vez desde hace mucho tiempo, disposición para salir del sopor y para responder a los desmanes de una oposición, que oculta sus graves carencias, en cuestiones tan poco de matiz, tan centrales, como la existencia en su seno de poderosas corrientes partidarias de la destrucción de la unidad constitucional –algo absurdo e intolerable en un partido nacional–, y la falta de una renovación ideológica que mantiene en el partido socialista en la adoración de lo estatal en unos niveles que demuestran incapacidad para analizar y depurar errores pretéritos. Tampoco es menor, aunque estemos curados de espanto, lo denunciado por el Tribunal de Cuentas: no sólo el elevado endeudamiento de PSOE y PSC, también la corrupción, al parecer no tipificada, de la condonación de deudas por parte de bancos y cajas.

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