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La argumentación formal de Jordi Pujol para abstenerse no la mejora ni Poncio Pilatos con la jofaina. La idea de que ha de ser el Gobierno quien inste la ilegalización de Batasuna, sin comprometer al Parlamento, y por ende a los grupos políticos, es estricto escapismo y demuestra cierta incomprensión de base respecto al sentido de la soberanía nacional. Es, en términos intelectuales, rizar el rizo. A Pujol no se le entiende, incluso por la escasa convicción y la exagerada abundancia de tics que pone en sus palabras. Ahora que se celebra el veinticinco aniversario de la muerte de Groucho Marx, el presidente de la Generalitat ha entrado en la ambientación de “Sopa de Ganso” o “Una Noche en la Ópera”.

La cuestión no se queda en la forma. Hay un enervante relativismo moral en la posición de un Pujol declinante. Si el último atentado se hubiera perpetrado en Cataluña lo hubiera tenido aún más difícil. Esa mera hipótesis avala el relativismo moral. Es notorio que la abstención de Pujol es una muestra de solidaridad con el PNV, un frentismo nacionalista, que, por vía no demasiado indirecta, lo es con Batasuna. Y por el evidente silogismo Batasuna es igual a ETA, la solidaridad última se establece con los que acaban de matar a dos personas inocentes en Santa Pola. Una de ellas, una niña de seis años. Nada nuevo bajo el sol. Eso era lo que implicaba la Declaración de Barcelona, retaguardia del Pacto de Estella.

La actitud del Poncio Pilatos catalán nos pone en la pista de la premisa mayor, la que casi nadie quiere apuntar: el terrorismo tiene su origen en el nacionalismo. Es efecto del nacionalismo. También hubo terrorismo nacionalista en Cataluña. Es en el caldo de cultivo del nacionalismo –y no en Marte– donde crecen los violentos para atacar al hombre.

Muestra también que las condenas por los nacionalistas de los atentados son retóricas. Deploran el asesinato, pero no quieren nunca poner los medios para que no se produzca. Es una complicidad moral añadida a la ideológica de fondo.

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