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El gobierno vasco ha conseguido una acertada valoración teórica del fenómeno de la violencia y una nula eficacia práctica. Esto no es de hoy, no es de Vergara. Es una línea de décadas, muy intensificada en los dos últimos años. Al margen de debates pseudorreligiosos, los ciudadanos pagan sus impuestos para poder ir con tranquilidad por las calles sin que les quemen sus negocios. Y si la policía es incapaz de prestar tal protección, lo menos es que tenga la capacidad de respuesta de detener a los responsables. Ni lo primero ni lo segundo se produce en el País Vasco, en donde el orden público depende de Ibarretxe, donde se ha conseguido una normalidad bastante anormal.

Entre las muchas lecturas de los resultados vascos hay una inequívoca: los ciudadanos están hartos de violencia y ansiosos de civilización. La cuestión es que el nacionalismo ha escondido su ineficacia, en muchos casos culpable, bajo la curiosa diabolización de la “solución policial”, termino con el que se da una connotación peyorativa a una de las primeras funciones de todo gobierno: la seguridad ciudadana.

Lo que demuestra Vergara es que las prédicas de Ibarretxe no hacen mella en los violentos, y la ineptitud de Javier Balza ha llevado a que, con tanto entrenamiento impune, el terrorismo callejero haya perfeccionado sus técnicas, se haya hecho más terrorista. Someter una ciudad al vandalismo demuestra que, contra las manipulaciones de los batzokis, la violencia representa una amenaza para todos los ciudadanos vascos. Y, al tiempo, que el relevo de Javier Balza al frente de la consejería de Interior sería síntoma ineludible de que las cosas han cambiado y de que Ibarretxe ha entendido el mensaje de las urnas: ¡qué gobierne! No sólo predicar, también dar trigo.

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