Hay imágenes que sí valen más que mil palabras. En las más recientes, están las de la Ertzaintza cumpliendo con la legalidad, cerrando y precintando las sedes de Batasuna. También el escaso eco de las llamadas de los ya etarras –el auto de Garzón es claro al señalar la total identidad entre Batasuna y Eta– a la defensa de sus sedes: unas pocas decenas, arropando a sus dirigentes, quienes, curiosamente, todavía están en la calle y dando ruedas de prensa.
El resumen más claro es que sin pistolas no son nadie. Sin matar, como cobardes, por la espalda, sin accionar a distancia el explosivo del coche-bomba, los batasunos no son nadie. Se alimentan del miedo y medran gracias a él, pero ante la fortaleza son tigres de papel mojado. Darían pena si no fueran presuntos patentes asesinos, que se alegran y festejan las muertes de víctimas inocentes, incluidas niñas de seis años, sorprendidas mientras bailan el Aserejé.
Es la insoportable levedad de Otegi y los matones verbales de Batasuna lo que queda en la retina como resumen de estos días, cuando se ilegalizó a Batasuna con una normalidad que quizás rompan los etarras, pero que en sí no ha revestido más importancia que desalojar a unos cuantos okupas de la democracia.
Ante la prudencia y la fortaleza del Estado de Derecho, no son nadie. Piltrafillas.
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