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Enrique de Diego

Una magnífica idea de Reagan

George W. Bush está llamado a tener mala prensa en Europa y a concitar la animadversión de la mayoría de los medios de comunicación. Su estilo tejano de la América profunda es pasto añadido al antiamericanismo subliminal que sigue siendo una distinción progresista, aunque haya mitigado su virulencia desde aquella etapa de los ochenta que el historiador Paul Johnson ha definido como el intento de suicidio de Occidente.

Y, sin embargo, algunas de sus propuestas son tan magníficas como el escudo antimisiles, que proviene de la etapa Reagan, más conocido antes como “guerra de las galaxias”. La idea filosófica y geoestratégica es sencilla, interesante y necesaria: dotarse de un sistema defensivo que evite, mediante sistemas de guerra inteligente a gran escala, la llegada a territorio norteamericano de cualquier misil nuclear, posibilitando su destrucción en el aire.

La tesis insistente en los medios es que tal pretensión rompe el equilibrio y el principio de la disuasión para establecer una ventaja clara a favor de los Estados Unidos. Curiosa resulta esta nostalgia de la guerra fría. La conclusión inmediata es que ello aumenta una supuesta tentación de dicha nación como potencia agresiva o hegemónica. Tal suposición maliciosa contrasta con la evidencia histórica de que, frente al totalitarismo, Estados Unidos “ha sido la mayor potencia a favor de la libertad”, como la definió Margaret Thatcher.

La proliferación de armas nucleares y su potencial mortífero no sólo aconseja sino que hace muy sensato invertir en políticas preventivas como ésta, frente a tiranos, aventureros fundamentalistas y grupos terroristas. Lo lógico y lo deseable es que, en cuanto aliados y a través de la OTAN, el escudo antimisiles no se reduzca al espacio norteamericano sino que incluya a las naciones de la Alianza Atlántica.

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