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Nadie se inventa los ataques desde el tándem Cebrián-González al “cambio tranquilo” de Zapatero, ni la –nada de matiz– diferencia entre el nuevo socialismo que llegó predicando y el nuevo socialismo que ahora proclama (convirtiendo la era felipista en la edad de oro), ni los exabruptos de Rodríguez Ibarra defendiendo a los encausados por el latrocinio de los fondos reservados, ni las diferencias sustanciales que sobre la misma existencia de España como proyecto común se dan en el PSOE, ni las insinuadas cesiones de Zapatero al nacionalismo vasco.

La idea de que Zapatero tiene en sus manos las riendas del partido es una verdad a medias. Zapatero lleva tiempo difundiendo un discurso que no es el suyo. La palabra renovación ha desaparecido de su diccionario. Quizás no le falten a él convicciones –pues su diagnóstico de partida fue acertado–, pero la conclusión es peor: el PSOE no es renovable, se ha quedado anclado, tiene demasiado lastre. Si hay algo obvio, a día de hoy, es que Zapatero no es Blair. No tiene la capacidad de variar el rumbo de una organización surcada de familias y baronías.

La clave indudable es el reto electoral del 2003, donde se decidirá el futuro del propio Zapatero, aunque él no concurra a esa cita electoral. Necesita como sea alguna victoria sonada o, al menos, un ligero aumento que refuerce su posición con las expectativas de una vuelta al poder. Pero en las disputas bíblicas que asolan al comité federal del PSOE Zapatero aparece cada vez más como un mesías inconsistente, que pide una fe a ciegas que sus mismos compañeros le niegan. Lo de Nicolás Redondo Terreros ha sido la contrastación del desvarío socialista, de lo que la revista Época califica como barullo. La cuestión es que Zapatero está actuando como si siguiera a pies juntillas las consignas de PRISA, y eso no es un partido, es una vicaría, una empresa del hólding de Polanco.


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