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Enrique Navarro

La sociedad enferma

La apelación al consenso y al diálogo no sólo es una trampa, es la manifestación más perniciosa de la enfermedad.

La apelación al consenso y al diálogo no sólo es una trampa, es la manifestación más perniciosa de la enfermedad.
Disturbios en Barcelona | EFE

Los acontecimientos violentos de estos últimos días en Barcelona catalogados por el ministro del interior de "desórdenes públicos", como en general todo lo acontecido en Cataluña en estos años, son una manifestación acusada de la enfermedad que carcome a nuestra sociedad y que salvo una terapia agresiva, nos llevará a nuestra autodestrucción. No debemos ser optimistas sobre la extensión del cáncer ni sobre su posible solución, ya ha alcanzado a una gran parte de la sociedad, y lo que es más grave, la parte todavía no dañada, se ha resignado a recibir de forma benevolente a estas células cancerígenas. Pronto veremos a los abandonados por el estado en Cataluña echarse en brazos del independentismo como en 1939 recibieron a Franco en Barcelona, hartos del clima de violencia civil que se produjo durante los tres años de guerra.

Sin embargo, no es un fenómeno nuevo en nuestra historia, las sociedades enfermas han conllevado la caída de todas las grandes civilizaciones y sobre sus cenizas se han construido unas nuevas, que lamentablemente siempre fueron infinitamente inferiores a las suplantadas. Siendo esto cierto deberíamos saber cuál es el procedimiento de cura, pero todas las recetas conducen a un empeoramiento del paciente.

Los jóvenes haciéndose selfies con las llamas de su autodestrucción, besando a sus parejas, saltando en monopatines, asaltando los comercios, enfrentándose a las fuerzas del orden muestran una desafección hacia todo lo que hemos construido en estas décadas; nada de todo lo bueno que existe les sirve. Hay muchas razones para entender ese fenómeno, y ninguno tiene que ver con el desempleo, la pobreza, o la desigualdad, como seguramente aducirían determinados intelectuales y políticos. Los pijopirómanos que vemos en la calle muestran la misma ausencia de empatía que los nazis metiendo a sus víctimas en las cámaras de gas, o a los agentes de las checas comunistas torturando a sus víctimas, y sin salvar las distancias. Los que hoy queman las calles en el entorno apropiado serían torturadores o criminales de guerra.

Hemos creado una juventud que desconoce los valores de esfuerzo, sacrificio; mimada por unos padres incapaces de asumir su rol familiar con respeto de la sociedad. La ruptura del concepto tradicional de la familia sin duda todavía no ha sido bien asimilada por una sociedad que durante siglos basó su orden en el respeto y protección de la familia. Es una generación que también ha perdido los valores religiosos; el temor de Dios, con independencia de su concepción, ha sido un motor de orden social durante siglos, y tampoco sabemos cómo asimilar que, en una concepción arreligiosa del mundo, los valores y las razones morales permanecen y son todavía más necesarios. Occidente debe aprender a tener una concepción moral personal y colectiva arreligiosa; y esto es un fenómeno relativamente nuevo.

La pérdida del referente social, patrio, o nacional, también está en el germen de todo este mal. Las fronteras que nos protegen de muchos males son tan permeables que han perdido toda su virtualidad, de ahí que el postnacionalismo del siglo XXI, luce contra la multiculturalidad, una vez más, promoviendo comportamientos racistas y discriminadores que nos destruyen. Levantamos muros o inventamos realidades nacionales que no tienen el más mínimo sustento histórico, sólo como un instrumento del poder político para perpetuarse. Para eso se han inventado los nacionalismos, como un mecanismo perverso de destrucción.

La aportación moral a la juventud que suponía el servicio militar obligatorio, ha sido sustituida por una internacional basada en conductas asociales que encuentran en las redes, youtube, el caldo de cultivo que usan los agentes patógenos para extender su mal. En definitiva, atendiendo a intereses espurios de corto plazo, hemos ido minando las bases de nuestro edificio social y político que llamamos civilización Occidental.

Luego se encuentran los agentes patógenos, los instigadores de la enfermedad. Torra, Artur Mas, desde su almena de lujo, Pujol desde su media docena de deportivos, y Puigdemont desde su zulo, y una larga lista de políticos independentistas que han ido, con inteligencia incubando el mal donde más hacía falta, mientras que el resto de la sociedad, miraba hacia otro lado, llegando incluso a tildar de legítimas sus reivindicaciones nacionalistas, aunque fuera por comodidad. Ellos son mucho más peligrosos y dañinos que los jóvenes violentos. Sin ellos, éstos no existirían; sin su soporte directo, nunca habríamos llegado a esta situación. Creen que podrán dirigir y controlar la violencia; se equivocan; la historia es tozuda; nadie ha sido capaz de controlar la violencia una vez desatada.

Pero no nos engañemos, esta explosión que hemos visto esta semana es sólo una erupción cutánea del problema de fondo que es la creación de un régimen totalitario y racista desde la escuela infantil a la universidad; desde los medios públicos a las redes, desde la Generalidad al edificio de enfrente. Todas estas llamadas al diálogo de las últimas horas son alertas desesperadas para garantizar que la violencia continúa, la mortal que es la del día a día, en la administración, en los hospitales, en las escuelas, en los comercios, a la hora de buscar trabajo. Necesitan volver al estadio anterior a la condena para poder proseguir con la extensión del virus. Los que ahora dicen querer vías diferentes a los de las últimas semanas, sólo quieren salvarse y continuar con una acción más destructiva, gracias a las nuevas concesiones que haremos en el nuevo proceso de diálogo. Si queremos ser eficaces, sólo hay dos opciones; o amputamos, y rezamos para que el resto del cuerpo no haya sido ya infectado; o aplicamos la terapia intensiva que es desmontar el sistema nacionalista en Cataluña, que no tiene que ver con los derechos de los catalanes, sino con la defensa de los derechos de todos; lo demás nos llevará a todos al cementerio, haya amputación posterior o no, porque ya será tarde.

La apelación al consenso y al diálogo no sólo es una trampa, es la manifestación más perniciosa de la enfermedad. Los instigadores lo que quieren es seguir lanzando a sus violentos para mantener sus privilegios y ese el precio que nos ponen por la paz. Es un truco o trato; o violencia o diálogo, pero los dos son anversos de la misma moneda. Es la primera vez en la historia que la ciudadanía se manifiesta en las calles a favor de unos políticos condenados por corruptos, por robarles el dinero; hasta este punto ha llegado la enfermedad.

Pero, definitivamente el óbito inminente de esta sociedad, no se va a deber a los violentos ni a los instigadores. El virus está mucho más extendido de lo que creemos. La sociedad apela a la proporcionalidad de la violencia como medio para resolver los conflictos. La violencia del estado siempre debe ser desproporcionada porque desproporcionados son los valores en juego. Estos enfermos hubieran enviado a los antidisturbios a invadir Japón en lugar de tirar la bomba atómica sobre Hiroshima. El lenguaje ambivalente siempre está presente en aquella parte de los políticos que ambicionan quedarse con los restos del país destruido para su perversión política; China, Rusia, Venezuela, Cuba son claros ejemplos de cómo se incita a la violencia en los países alegando objetivos morales indiscutibles, para terminar saqueando la libertad, la seguridad y la convivencia. Entre los que lejos de defender sus legítimos derechos se quedan en sus casas, porque no tienen otra ambición que vivir en paz, y ven como el estado les abandona; los que escuchan que los antidisturbios están para proteger a los secesionistas y no a los que cumplen la ley; sumando los que a la vista de las encuestas aprovechan la situación para beneficio propio; más los que siempre aparecen desde el otro lado, alegando un defensa legítima, y sobre todo y por encima de todo, los que se sientan en el gobierno con los votos de los que se amparan detrás de los violentos, e incluso se mofan de la sociedad compartiendo con ellos sillones e instituciones; podemos darnos por fenecidos, la cura resulta imposible.

En Cataluña, como en cualquier otro lugar sólo cabe cumplir y aplicar la ley, y hacerla cumplir, sin estar midiendo el grado de cabreo del enemigo para modular la violencia. Quizás Cataluña pueda tener remedio ahora, pero en cuanto venga una nueva crisis económica, el germen se extenderá con toda su virulencia, y habremos muerto como civilización europea; lo que venga después lamentablemente será mucho más pernicioso, pero ya será demasiado tarde.

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