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Eva Miquel Subías

Harvard, un día cualquiera

Cataluña pierde y lo hace en su propio terreno. Pierde en diversidad, se enfrenta a su propia tradición, donde tres plazas de toros se simultaneaban y su gente sabía apreciar su belleza.

Una mujer pasea degustando un frozen yogur de Berry Line portando un chador de tonos tierra hasta la altura de sus caderas sobre unos anchos pantalones a tono con unos zapatos negros cerrados. Con ella, riendo y compartiendo confidencias, otra joven luce unos shorts que apenas cubren el inicio de sus muslos, un top minúsculo y unas flip flop rosas. La humedad roza el 70%. Y la diversidad cultural, el 90%.

Justo al otro lado de Harvard Square un chaval de unos nueve años de edad reta a un octogenario a una partida de ajedrez que se prolonga durante horas ante la atenta mirada de un grupo de jóvenes, en su mayoría –probablemente– estudiantes de ingeniería de la MIT.

Un año más, los mismos locales acogen a numerosos rostros nuevos, frescos, ansiosos, emprendedores, unos más inteligentes, otros más esforzados, sabiendo todos que muchos de ellos se quedarán por el camino pero sabedores de que si destacan, la sociedad norteamericana los respaldará y pondrá a su disposición aquellos medios que les permitan desarrollar todo su potencial.

Cada año mi marido me recuerda cómo sigue el mismo chess master en la misma posición a un dólar la partida. Teniendo en cuenta que él estuvo realizando el MPA (Master in Public Administration) a mediados de los años ochenta, le pregunto –como cada verano– si habrá subido esta vez la tarifa. No, no creo. La mayor productividad de su economía les ha permitido no subir los precios, me contesta Julio sin inmutarse. Es lo que tiene ser economista. Y conciso.

Entramos en la COOP, donde probablemente no exista el libro que no encuentras. Julio a sus cosas, negotiation, economics behaviour... Yo, a las mías. Prefiero no comentarlas. Mientras echo un vistazo a un libro de esos que explora las numerosas diferencias sobre cómo enfocar un problema entre un hombre y una mujer, veo la sección de turismo donde las referencias a Barcelona son llamativas. Me acerco, cojo una guía al azar y entre rutas góticas y modernistas, aparece un sugerente listado.

El americano medio que adquiere este libro de viajes en concreto, tiene a su disposición una larga lista de consumiciones habituales en bares y restaurantes traducidos al catalán. Así, ya puede saber que si le apetece un carajillo –pensaba una servidora que se encontraba en claro período de extinción– deberá pedir un cigaló. O unas gambes a l´allet, si se le antojan unas gambas al ajillo. Un cacaolat, directamente, deberá pedir si le apeteciera un batido de chocolate. Interesante.

Todavía intento imaginar la cara de estupefacción de Reynaldo Arias Williams o de Andreína Salazar Ortiz cuando se dispongan a atender a una pareja de Minnesota solicitando un cigaló, cuyo significado no sólo desconocerán ellos mismos, sino en torno a un ochenta por ciento más ó menos de los trabajadores de hostelería de Barcelona.

Mientras tomo un iced coffee, un par de bostonianas hablan acerca de la reciente experiencia de una de ellas en la Ciudad Condal. Habla de su cosmopolitismo, de su ambiente, de sus posibilidades. Un cierto orgullo me invade. Julio me acusaría aquí de cotilla. Siempre le respondo que se trata de un trabajo de campo, que me ayuda a documentarme y sacia, de paso, mi curiosidad. Esta es mi particular versión. Y yo no soy tan concisa.

Pero llegó la hora de la cervecita en la barra de un bar. Las pantallas de televisión gigantes nos permiten leer Spain´s Catalonia region bans bullfighting. Tristeza ya advertida.

Cataluña pierde y lo hace en su propio terreno. Pierde en diversidad, se enfrenta a su propia tradición, donde tres plazas de toros se simultaneaban y su gente sabía apreciar su belleza, al tiempo que se contagiaban de los aires frescos que de Francia y del resto de Europa llegaban.

No es fácil contarles a los ciudadanos de Massachusetts la realidad del asunto. Que nada tiene que ver con el maltrato animal porque mantienen tradiciones mucho más crueles y sanguinarias. Que se trata, como acertadamente apuntó Boadella, de dar la puntilla, el coup de grâce a España, de cuya grandeza son partícipes. Que de haberse producido antes de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut habría podido ser diferente con bastante seguridad. Que la tensión entre los políticos catalanes y parte de su denominada sociedad civil con el resto de España es más que evidente y pone de manifiesto una complicada relación que puede virar de manera peligrosa.

En Harvard, un día cualquiera, bastante tienen con sentarse en la Widener Library para enfrentarse al reto diario de convertirse, en su terreno, en el mejor. Eso sí lo tienen claro. Y yo, la otra noche, me acosté triste, para qué les voy a engañar.

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