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Si el Debate sobre el estado de la Nación el año pasado produjo una impresión generalizada de tongo, el de éste año no ha pasado de la mitad. De medio tongo, quiero decir. Un Aznar en el que la afonía era tanto metáfora política como materia de otorrino no quiso despeinarse –o no estaba para esfuerzos físicos, problemas de sobrecarga muscular– ante un Zapatero zaragatero, banal y disperso, un listillo que sigue confundiendo el énfasis con la elocuencia y el latiguillo felipoide con la argumentación. El consenso –o más bien el pacto de no agresión– en lo que se refiere al País Vasco y a Marruecos nos privó de los asuntos más interesantes del debate nacional. Y faltos de lo esencial, lo secundario degeneró en accesorio y lo adjetivo ni siquiera se sustantivó.

Pocas ganas de pelea parecia tener Aznar, que sólo brilló aferrándose a la muda elocuencia de los números. Y poca pegada tiene Zapatero como para hacerle daño al Presidente con alfilerazos y frases hechas que olían a distancia a eslóganes recalentados. Sólo faltaba el pastelón servido con diligencia por el convergente Trías para que la sensación de malestar, de pesadez y de aburrimiento se adueñase del hemiciclo. Si el PNV e Izquierda Unida no fueran partidos antisistema, podría tener cierto interés el discurso de Anasagasti y Llamazares. Pero, tras la reedición de Estella en Vitoria, lo único que interesa de ellos no es lo que digan sino cómo impedir que lo hagan. Y en estas circunstancias, es natural que el presidente tenga problemas de voz. Eso sí, después de tanto tongo consensuado, que luego no se quejen si la opinión pública tiene problemas de oído.

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